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Hassan II : retrato de un jugador / Marruecos

Hassan II: retrato de un jugador

El PAÍS SEMANAL, 24 DE SEPTIEMBRE DE 1989

JAVIER VALENZUELA,  Rabat

A su paso, los mohnazi, los servidores de palacio, puntiagudos sombreritos rojos y flotantes túnicas blancas, se doblan hasta la cintura y salmodian: «Alá ibarek fi amar Sidi» («Que Dios guarde a nuestro señor»). Los textos oficiales, los artículos de Prensa, los locutores de radio y televisión citan su nombre añadiéndole de modo ineludible la expresión «Que Dios le glorifique». Cuando se despierta, sus colaboradores le informan del estado del país y del mundo precisando: «Como mi señor ya sabe…». Al ser introducidos a su presencia, todos y cada uno de sus súbditos, incluidos sus hijos, se abalanzan a besarle la mano. Él, Hassan II, tiene derecho a esos tratamientos protocolarios porque es el malik, el rey, y también el emir al muminin, el califa, príncipe o comendador de los creyentes, el miramamolín de los textos medievales españoles.

     Hassan II, 35º descendiente por línea directa del profeta Mahoma, 21º soberano de la dinastía alauí, ejerce el poder en nombre de Dios, como manda la fe revelada en el Corán. Une a su poder temporal el espiritual, que procede del carácter de sombra del Todopoderoso en la Tierra. Si no se entiende esto, no se entiende Marruecos. En árabe, Marruecos es el Magreb el Aksa, el extremo occidental del islam.

     En la rama suní o mayoritaria del islam, a la que pertenecen los marroquíes, el emir al muminin recibe su autoridad del consentimiento de la comunidad musulmana. La formalización de ese consentimiento es la beia, el juramento de fidelidad que los marroquíes renuevan a Hassan II todos los 3 de marzo, aniversario de su coronación.

     La beia es una ceremonia resplandeciente de color y de solemnidad. Hassan II sale al mechuar o patio de su palacio en un caballo blanco y bajo un parasol. Allí le esperan, vestidos con blancas chilabas y babuchas amarillas, los ulemas, los cortesanos, los ministros, los gobernadores, los cadíes, los pachás, los dirigentes de los partidos del Gobierno y de la oposición, todas las autoridades civiles, militares y religiosas del país. Al verle, se inclinan y entonan a coro la fórmula ritual de la pleitesía.

    Mulay Ahmed Alaui, director del diario Le Matin du Sahara, explica así la beia: «Es un pacto más que milenario que liga al pueblo con sus soberanos. A cambio de la fidelidad de sus súbditos, el rey debe asegurarles la justicia, la defensa del islam y la unidad, seguridad e independencia de la nación. Si el rey viola alguno de los elementos esenciales del pacto, es legítimo derrocarle y reemplazarle por otro. Eso ha ocurri­do en varias ocasiones en la historia marroquí».

    Pero de Hassan II debe de­cirse que el poder absoluto que ejerce, superior al de cual­quiera de sus antepasados, no le ha sido únicamente conce­dido en herencia y mantenido por la tradición. Hassan II se ha construido un reino contra viento y marea; ha terminado por imponerse a las tribus re­beldes del bled el siba marro­quí, a los sectores golpistas de su Ejército, a la abierta com­petencia de los nacionalistas y los socialistas, a la hostilidad de poderosas fuerzas extran­jeras, entre ellas la Argelia de partido único y socialismo ri­gorista. No en vano ha titula­do la autobiografía de su pri­mer medio siglo de existencia con el nombre revelador de El desafío.

     Hassan II nació el 9 de julio de 1929, en el palacio real de Rabat, primer hijo varón del sultán Mohamed V y su esposa Lala Abla. Es un jerife, un descendiente de Mahoma. Su familia, los alauíes, proce­de de los desiertos de Arabia, pertenece al linaje del Profeta y reina en Marruecos desde 1666. Uno de los más ilustres alauíes fue Mulay Ismail, con­temporáneo de Luis XIV de Francia y Jacobo II de Ingla­terra, monarcas a los que es­cribió exhortándoles a con­vertirse al islam. Otro, Moha­med III, fue uno de los prime­ros jefes de Estado del mundo en saludar la independencia de Estados Unidos. Un terce­ro, Mulay Slimane, rechazó la oferta de Napoleón de conse­guir Ceuta y Melilla a cambio del reconocimiento como rey de España de José, el herma­no del emperador francés.

    En el momento del naci­miento de Hassan II, Marrue­cos estaba sometido a poten­cias extranjeras. España en el Norte y el Sur y Francia en la parte del león del país ejercían el protectorado sobre el reino jerifiano. La autoridad de Mohamed V era puramente simbólica, limitada casi exclu­sivamente a los asuntos reli­giosos. El sultán, un hombre serio y discreto, lo soportaba con paciencia y alentaba semiclandestinamente los sentimientos nacionalistas de su pueblo.

     Mohamed V adoraba a su heredero y procuraba colmar todos sus deseos al tiempo que se esforzaba por darle una educación lo más completa posible. A los siete años, Hassan II, llamado entonces príncipe del Atlas, estudiaba cinco horas en árabe y cuatro en francés en el Colegio Real que, para su formación personal, Mohamed V había abierto en el palacio de Rabat. En el libro escolar del príncipe, Maurice Duval, director del colegio, escribió esta apreciación premonitoria: «Inteligencia curiosa, viva y espontánea. Capacidad para ser sutil y brillante». Así el futuro rey de Marruecos comenzó a forjar un carácter en el que conviven el capricho y el sentido del Estado; el temor supersticioso a la enfermedad y la muerte y una aguda clarividencia para analizar los fenómenos políticos; el gusto por la buena vida y la capacidad de trabajo.

     Asociado desde muy temprana edad a las tareas de Estado, Hassan II se convirtió en el principal secretario y ayudante de su padre. Sólo tenía 14 años cuando en 1943 Mohamed V le hizo participar en su histórica entrevista de Anfa con el presidente norteamericano Roosevelt y el primer ministro británico Churchill. Más tarde, y aunque según su propia confesión Hassan II hubiera preferido estudiar Medicina, su padre le encarriló por la senda del Derecho. En 1952 se doctoró en esta última disciplina en la universidad de Burdeos.

     El 20 de agosto de 1953, Francia hizo a la dinastía alauí un extraordinario e involuntario regalo. Molestas por las declaraciones independentistas del sultán, las autoridades del protectorado le desterraron a punta de pistola. Hassan II pasó con su padre dos años y medio en el exilio, primero en Córcega, luego en Madagascar. Pero mientras la Prensa ilustrada francesa se regocijaba publicando las fotografías de los autobuses en que viajaba el harén de Mohamed V, el pueblo marroquí le convertía en su gran héroe nacional y, a los gritos de Alá uakbar («Dios es el más grande») y Yahia el malik («Viva el rey»), multiplicaba las huelgas y manifestaciones en petición de su regreso.

    Tras nueve lustros de protectorado, Francia y España devolvieron su independencia a Marruecos en 1956. Cuando Mohamed V volvió a su tierra, muchos marroquíes vieron su rostro en la luna. Un año después, Hassan II fue designado solemnemente como príncipe heredero. En el acto de investidura, Mohamed V resumió así sus enseñanzas: «Hijo, te encomiendo este país. Es la tierra de tus ancestros, el jardín en el que tus pulmones han aprendido a respirar la brisa, tus ojos se han embriagado y tus labios han aprendido a repetir el canto de los pájaros. Hijo, no olvides que Dios da el poder a quien quiere poner a prueba. Los que lo utilicen con injusticia, los que se conviertan en tíranos y se hinchen de orgullo serán castigados’.

    En febrero de 1961, Mohamed V murió en el curso de una intervención quirúrgica. El 3 de marzo de ese mismo año, Hassan II fue proclamado soberano, a los 32 años de edad. En su primer discurso como malik y emir al muminin, comenzó con la fórmula con la que desde entonces ha abierto todas sus intervenciones a la nación: «Chaabi el aziz», «mi querido pueblo».

    Si su padre había ganado el título de libertador del país, Hassan II aspiraba a igualarle en gloria como el reunificador. «El verdadero drama del Marruecos moderno», declaró en noviembre de 1985 al semanario Jeune Afrique, «es haber tenido que vérselas con dos colonizadores:los españoles y los franceses. Si hubiéramos tenido la suerte de tener sólo uno, habríamos saldado de una vez por todas el problema de la independencia, desde el Norte hasta el Sur. Desgraciadamente, hemos estado obligados a negociar la reconstrucción de Marruecos trozo por trozo: la zona del protectorado francés, la zona septentrional del protectorado español, la zona internacional de Tánger, Tarfaya, Sidi Ifni, el Sáhara…».

     En verdad, Hassan II asumió el poder en circunstancias muy difíciles. El país acababa de recobrar su independencia y algunas zonas seguían todavía en manos españolas. El nacionalismo del Istiqlal y el socialismo de Ben Barka estaban arraigados entre las masas urbanas marroquíes y aspiraban a ocupar el lugar del Majsen, la Administración real. En el seno del mismo mundo árabe, un poder absoluto de derecho divino parecía un anacronismo en un momento en que prosperaban las ideologías laicas, socializantes y tercermundistas de Nasser, el FLN argelino o los baazismos sirio e iraquí. Muchos especialistas internacionales auguraban un corto reinado al antiguo príncipe del Atlas.

     Pero, como el palestino Yasir Arafat o el jordano Hussein, Hassan II ha probado ser un artista de la supervivencia política. A sus 60 años de edad, el menudo y nervioso heredero de Mohamed V es indiscutible en su tierra y su Gobierno goza de una estabilidad sorprendente si se piensa en los problemas sociales y económicos que arrastra Marruecos tras siglos de decadencia, letargo y finalmente colonización extranjera. Aún más, la reputación e influencia de Hassan II como estadista internacional es muy superior a las reales posibilidades de Marruecos, un país de 23 millones de habitantes, rico en fosfatos, de una agricultura ejemplar y con grandes posibilidades turísticas, pero carente de petróleo, oro, uranio o cualquier otro maná semejante. Hassan II ha terminado por hacer prevalecer de sí mismo una imagen de hombre dialogante, moderado y realista, que, como dijo Hamid Barrada, el primer periodista marroquí que le entrevistó, «tiene más de un sabio chino que de un príncipe árabe».

    No obstante, su reinado ha estado salpicado de sucesos truculentos. En 1956, Mehdi ben Barka, líder del socialismo y el sindicalismo de izquierdas marroquíes, fue secuestrado y asesinado en París, en una operación dirigida personalmente por el siniestro general Ufkir, hombre de confianza y ministro del Interior de Hassan II. Ben Barka ha­bía sido profesor de Matemá­ticas del príncipe del Atlas en el Colegio Real de Rabat.

    Después vinieron los intentos de asesinato del monarca planeados por el propio Ufkir. El 10 de julio de 1971, Hassan II celebraba su cumpleaños en el palacio veraniego de Sjirat, al sur de Rabat, cuando, súbitamente, irrumpieron arrojando granadas y disparando ráfagas de metralleta los cadetes de la Academia Militar de Ahermumu. Buscaban al rey y lo encontraron. «¿Sois capaces de matar al príncipe de los creyentes?», les preguntó Hassan II con sangre fría. Atónitos, paralizados por un sagrado temor, los insurrectos se arrodillaron y entregaron sus armas.

     El verano siguiente, el 16 de agosto de 1972, Hassan II regresaba de unas vacaciones en Francia cuando su Boeing 727 fue interceptado en el cielo de Marruecos por cuatro F-5 de la base aérea de Kenitra, dirigidos por el comandante Kuera. Sin mediar palabra, los cazas abrieron fuego y perforaron el fuselaje del aparato real. Entonces, Hassan II arrebató el micrófono al pilo­to de su avión y envió un mensaje a los atacantes. «Kuera», dijo, «no sigas disparando. El rey ha muerto». Funcionó. El Boeing 727 pudo aterrizar catastróficamente en el aeropuerto de Rabat y el rey y sus acompañantes lo abandonaron a la carrera. Apercibiéndose de su error, los cazas de los conjurados abrieron fuego contra la pista, pero ya era tarde. Hassan II comprendió de inmediato que sólo el general Ufkir podía estar detrás de aquellos intentos de golpe de Estado. Ese mismo día, el asesino de Ben Barka pagó con su vida los dos frustrados regicidios.

    En otras ocasiones — la úl­tima en enero de 1984, en Tetuán y Nador —, Hassan II ha tenido que hacer frente a es­pontáneas revueltas popula­res provocadas por la carestía de la vida. Pero como de to­dos esos trances ha salido bien parado, en Marruecos, en todo el mundo musulmán, se ha desarrollado la creencia en su baraka, el permanente socorro que Dios otorga al descendiente del Profeta. Él mismo cree en ella. En el pró­logo a un álbum oficial de fotos del soberano, Edouard Sablier ha escrito: «En el cur­so de los años, Hassan II se ha creado sus propias supersticiones. Ellas explican actitu­des a veces mal comprendidas en Occidente. Por ejemplo, desconfía de los horarios fijos. Cree que, a riesgo de llegar tarde, más vale fiarse de la intuición personal y contar con la protección de Dios».

     Hassan II puede anular a última hora viajes al extranjero laboriosamente preparados por las diplomacias de Marruecos y el país anfitrión, y en su propia casa suele hacer esperar a los visitantes, por ilus­tres que sean. Casi nunca hay modo de saber la hora exacta en que el rey va a recibir. Se trata de estar permanentemente localizable, porque en cualquier momento el soberano puede conceder la audiencia y entonces hay que salir disparado a palacio. Eso sí, cuando recibe, con frecuencia en torno a una mesa repleta de flores y bombones, Hassan II es un seductor, un hombre con el rostro prematuramente desgastado que se mueve con elegancia y afectación en un ambiente de las mil y una noches, que cita en francés a los librepensadores europeos y en árabe a los exegetas del Corán, que sonríe abiertamente a su interlocutor y le habla con una extraordinaria franqueza. Como sólo tiene que rendir cuentas a su conciencia y a Dios, no se muerde la lengua.

      Le gustan las entrevistas y las conferencias de prensa y jamás pide cuestionario pre­vio o rehúsa contestar a una pregunta, por impertinente que pueda ser para la estricta etiqueta jerifiana. Disfruta cuando se enfrenta a un periodista que le interroga con inteligencia y en eso basa su amistad con Jean Daniel, el director de Le Nouvel Observateur, que sistemáticamente le pregunta por los detenidos políticos en Marruecos. En su último encuentro con el periodista francés, Hassan II le prometió un gesto al respecto y, en efecto, a finales del pasado Ramadán liberó a un puñado de presos de conciencia, aunque no a todos.

     Al rey de Marruecos y príncipe de los creyentes le encanta la noche. Suele acostarse tarde y, si no es por una razón imperiosa, se levanta hacia el mediodía. Entonces comienza a fumar largos cigarrillos mentolados y a despachar los asuntos del Estado. Los dirige todos personalmente. Desde la traición de Ufkir no delega el poder en nadie, pero cuenta con la lealtad absoluta de sus consejeros personales Reda Guedira y Ahmed Bensuda y de los visires Driss Basri y Abdelatif Filali.

     Cuando se trata de festejar acontecimientos de su vida o de la de sus familiares, Hassan II no repara en gastos. El país se cubre de banderas rojas con el verde sello de Salomón, retratos del monarca, arcos de triunfo, bombillas de colores, jaimas donde albergar y dar de comer a las masas campesinas, tablados con espectáculos folclóricos y jinetes que hacen correr la pólvora con su fantasía. Hassan II adora los fastos tradicionales marroquíes. En junio de 1987, la boda de su hija Lala Asma con un miembro de una adinerada familia de Casablanca paralizó Marraquech durante varios días. Al mismo tiempo que la princesa y su esposo, se casaron en la capital imperial del Sur otras 250 jóvenes parejas, a las que el rey apadrinó y sufragó todos los gastos de la boda.

     Hassan II es el principal propietario, empresario y financiero de su país y tiene en cada gran ciudad un palacio permanentemente listo para recibirle. A lo largo del año y sin previo aviso, el rey se traslada de uno a otro según su albedrío. En general, suele pasar el otoño en la localidad montañosa de Ifrán, no lejos de Fez; el invierno, en Marraquech, cuyo clima seco y templado conviene mejor a sus problemas respiratorios que la humedad de Rabat; la primavera, en la capital; el verano, en Sjirat, al borde del océano Atlántico. Pero también puede dar saltos a Casablanca, cuya moderna infraestructura le permite organizar magnas reuniones internacionales. Los desplazamientos reales hacen que la corte sea itinerante, lo que complica la conducción de los asuntos de un Estado en el que no se toma ninguna decisión de relieve sin la aprobación del monarca.

     Tras las puertas de bronce y las tapias de los palacios reales reina el secreto más absoluto. La Guardia Negra vela por su seguridad y los mohazni por su comodidad. Los miembros de ambos cuerpos y sus familias viven en los inmensos conjuntos palaciegos, convirtiéndolos en auténticas ciudades dentro de las urbes marroquíes. Los palacios tienen múltiples edificios de tejas verdes, jardines con plantas aromáticas, mezquitas, baños turcos, enormes salas y antesalas y laberínticos corredores. Su estructura y decoración con finas columnas de mármol, fuentecillas y acequias, azulejos con motivos geométricos y estucos primorosamente trabajados con sentencias coránicas y figuras vegetales, están inspiradas en los modelos hispanoárabes, en particular la Alhambra de Granada.

     En Le protocole et les usages au Maroc, Mohamed el Alami ha explicado la organización del palacio jerifiano. Los mohazni están divididos en 11 corporaciones, cada una con sus tareas estrictamente asignadas: los guardianes, los porteadores de los fusiles reales, las gentes del té, las gentes del lecho, los astrónomos, las gentes de los tapices de oración, las gentes del agua, los carniceros, los ujieres, las gentes de los baños y los caballerizos. Una tradición dos veces centenaria quiere que, cuando no tiene invitados extranjeros, el rey de Marruecos coma solo. En este caso, los sirvientes le presentan todos los platos cocinados, pasteles y frutas de las cocinas reales, en una especie de menú viviente. El rey va escogiendo lo que le place y envía el resto a sus parientes, amigos íntimos o personas a las que quiere honrar de modo particular.

    Desde su infancia Hassan II ha practicado la natación, el tenis y la equitación, y, como casi todos los marroquíes, es un forofo del fútbol. Pero, según suele explicar, el golf es el deporte que mejor le conviene, porque le permite reflexionar mientras camina y respira. No es raro que despache con sus colaboradores y firme documentos sobre el mismo césped.

     Cuando Hassan II acoge en algún aeropuerto marroquí a invitados de honor, les ofrece leche y dátiles, según la vieja ley de la hospitalidad del desierto. En palacio, el té a la menta da la bienvenida a los huéspedes. Al soberano nunca se le ve beber alcohol y su respeto público de las prescripciones coránicas es estricto. Todas las tardes del sagrado mes de ayuno del Ramadán preside en el palacio de Rabat una charla de tema religioso. Y en la fiesta del Aid el Kebier, él es el primero en degollar un cordero para recordar el sacrificio de Abraham.
 
     Hassan II era un gran amigo personal del último sha de Irán y le socorrió una vez destronado, pero es francamente difícil que corra su suerte. El integrismo o islamismo radical lo tiene mucho más difícil en Marruecos que en Argelia, Túnez o Egipto. Hassan II no minusvalora la fuerza del islam; al contrario, su legitimidad procede de esa religión.

      La mayoría de la población marroquí es piadosa, pero en el reino jerífiano se respiran aires mucho más liberales que en otros países musulmanes. El velo femenino no es obliga­torio, la mujer se va incorpo­rando a la vida pública, no pocas jóvenes llevan minifalda, se bebe alcohol, se puede comprar jamón en los mercados de las medinas, ambos se­xos se mezclan en las playas con los bañadores de última moda, judíos y cristianos practican sus cultos y costumbres con entera libertad… En esto, Hassan II continúa la política de su padre, que en abril de 1947 presentó a las masas a su hija Lala Aicha con el rostro y el cabello descubiertos. En octubre de 1987, Hassan II declaró a Le Nouvel Observateur: «Yo podría decir que soy un fundamentalista. Estoy por un respeto profundo de los valores del islam. Uno de ellos es la tolerancia. La tolerancia hacia los no creyentes es no violar su libertad. La tolerancia hacia los creyentes es no injuriar su fe. Estoy por un respeto total del espíritu de la ley, pero el radicalismo preconiza una aplicación sectaria e intolerante de la letra de la ley».

     Hassan II viste indistintamente traje occidental o chilaba blanca, fez rojo y babuchas amarillas, con lo que pretende simbolizar el equilibrio de modernidad y tradición que busca para su país. Sin embargo, la corte jerifiana conserva todavía muchos tabúes del pasado. Por ejemplo, Hassan II no ha aparecido nunca en público con Lala Latifa, la madre de sus cinco hijos. Ni en Marruecos ni mucho menos en el extranjero. De hecho, no hay fotos de ella, no tiene ningún papel en el protocolo ni se la menciona jamás en los textos oficiales, los periódicos, la radio o la televisión. Pura y simplemente, no existe. Es auténticamente morganática. En los mismísimos cenáculos del poder se la designa únicamente con el pudoroso nombre de la «madre del príncipe heredero». Sin embargo, Lala Latifa domina el universo femenino de los palacios, en la más pura tradición del harem musulmán.

      «El oficio de rey se aprende», suele decir Hassan II, que por eso lleva siempre consigo a los actos oficiales y a las entrevistas con dignatarios extranjeros a sus hijos varones: el príncipe heredero Sidi Mohamed, de 26 años, y Mulay Rachid, de 19. Ambos han hecho sus estudios primarios y su bachillerato en el Colegio Real del palacio de Rabat, un verdadero laboratorio de élites, donde se aplican minuciosamente las concepciones pedagógicas del rey. El Colegio Real cuenta con un número limitado de cursos: tan sólo aquellos en el seno de los cuales figura un miembro de la familia alaui. Así, en el año esco­lar 1988-1989 sólo funcionaron tres: los de Mulay Ismail y Mulay Yusef, sobrinos del rey, y el de Mulay Rachid, su segundo hijo varón. Cada uno de ellos estuvo acompañado por un grupo de condiscípulos escogidos personalmente por Hassan II sobre la base de los mejores expedientes propuestos por el Ministerio de Educación. Entre ellos había tanto hijos de funcionarios y militares como de carniceros y agricultores.

      En el Colegio Real, profeso­res marroquíes y franceses imparten las enseñanzas en cuatro idiomas: árabe, francés, inglés y español. Su ideología no cuenta tanto como su competencia profesional. Por ejemplo, el profesor de Economía de los príncipes y sus compañeros es Fathala Ualalu, presidente del Grupo Socialista en el Parlamento. En el minicine de ese centro de enseñanza, El último emperador, de Bertolucci, fue el éxito de la cartelera del pasado año.

    Hassan II tiene tres hijas: Lala Mariam y Lala Asma, ya casadas, y Lala Hasna, soltera. Como él mismo precisó a Joaquín Estefanía, director de El País, el pasado enero, no sólo sus dos hijos varones hablan castellano de modo corriente, sino también, sus hijas. Las ayas de la familia real marroquí han sido siempre españolas y, en la actualidad, su profesor de equitación es el coronel de caballería Enrique de Zarandieta. Los jóvenes príncipes y princesas gustan de llevar a sus fiestas privadas a guitarristas y cantaores flamencos y la revista del corazón Hola no falta nunca en sus estancias privadas.

    A las personas próximas al rey les apena que España pa­rezca ser el último país en reco­nocer el genio político de Has­san II. El secular racismo hispánico respecto al moro denunciado por el escritor Juan Goytisolo, la excesiva cercanía que impide tener una visión objetiva, el contencioso de Ceuta y Melilla y la ocupación marroquí del Sáhara Occidental, que indignó tanto a la derecha mili­tarista como a la izquierda partidaria del Frente Polisario, están en el origen de la imagen peyorativa de Hassan II en cierta parte de la opinión pública española. Si el rey de Marruecos ha pospuesto una y otra vez su primer viaje oficial a la España democrática, ha sido, entre otras razones, por su aprensión a encontrarse con artículos de prensa y manifestaciones en su contra.

      Y, sin embargo, Hassan II añade siempre el calificativo de «hermano» al mencionar al rey Juan Carlos y el de «amigo» cuando nombra al presidente Felipe González, afirma que España y Marruecos están «condenados a entenderse», sueña con un puente o túnel que una ambas riberas del estrecho de Gibraltar y lamenta la poca atención que España concede a la difusión de su lengua y cultura en el Magreb el Aksa. En cuanto al problema de Ceuta y Melilla, piensa, según declaró, que «debe solucionarse a través de la fraternidad y no mediante la enemistad ni la violencia. Creo que debemos reflexionar juntos y encontrar una solución que sirva al reencuentro de nuestros dos países».

     En el otoño de 1975, aprovechando la agonía de Franco, Hassan II desencadenó la Marcha Verde e incorporó a su reino el Sáhara Occidental. La Argelia de Huari Bumedian y los independentistas saharauis del Frente Polisario cometieron un error al pensar que la guerra del Sáhara provocaría en Marruecos una revolución popular. Fue al revés: el Sáhara dio al Ejército una tarea histórica en la que ocuparse y consagró la reconciliación de todas las facciones marroquíes, na­cionalistas, socialistas y comunistas incluidos, en torno a una gran causa nacional.  En noviembre de 1985, Hassan II declaró a Jeune Afrique: «La Marcha Verde no fue una idea de Hassan II, el jefe de Estado, sino de Hassan II, el antiguo manifestante, el joven que reclamó la indepen­dencia de Marruecos. Pensé: ¿por qué no hacer una nueva manifestación, una gran manifestación de 350.000 personas? Después me dije: ¿por qué exponer a las gentes a la muerte? Enviémoslas con el Corán y la bandera. ¿Qué loco sanguinario se atreverá a disparar contra hombres y mujeres desarmados? Naturalmente, yo había contemplado la posibilidad de fracaso y debo decir que el día en que me anunciaron que todos los caminantes habían regresado sanos y salvos del Sur, miré a mi país de otro modo. Tuve la impresión de re­nacer, porque si la Marcha Verde hubiera fracasado, yo tenía decidido irme, abdicar…».

     Hassan II piensa culminar su reinado con la inauguración en Casablanca de la mayor mezquita del mundo, después de la de La Meca. Desde el altísimo alminar de la mezquita que llevará su nombre, un rayo láser iluminará permanentemente el Oeste. Es un homenaje a Oqba Ibn Nafie, el guerrero árabe que conquistó todo el norte de África para el islam. En el año 861, Oqba llegó hasta las costas atlánticas de Marruecos. Una vez allí, según la leyenda, entró sobre su caballo en las aguas y mirando al cielo exclamó: «Oh Dios, tú eres testigo de que sólo este mar inmenso me impide llevar más lejos tu verdad».

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