Cuando Tánger era Casablanca
Ángel Vázquez, autor de La vida perra de Juanita Narboni , fue un ser atormentado. Sus cuentos, recuperados ahora, subrayan su malditismo
POR JAVIER VALENZUELA / Babelia / Libros / Perfil / 5 Abril 2008
Como cada año la película gana nuevos espectadores maravillados, quizá convenga recordar que, pese a su explícito título, la ciudad protagonista de Casablanca es, en realidad, Tánger. Durante la II Guerra Mundial fue Tánger, y no Casablanca, el refugio norteafricano de los que huían de las brutalidades que asolaban Europa, y muy en particular de los judíos que escapaban de los nazis. Pero por razones que ahora no recuerdo, los productores del filme interpretado por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman llamaron Casablanca a una historia que, como ellos sabían, sólo podía haber ocurrido en un Tánger canalla, cosmopolita y de dueño incierto.
Uno de aquellos expatriados en Tánger era el señor Hollander, un judío húngaro salvado de la hoguera por el diplomático Ángel Sanz Briz, el Schindler español. Pues bien, el siempre emprendedor señor Hollander abrió en la ciudad un negocio de import-export y a tal efecto empleó a un tangerino de nacionalidad española llamado Ángel Vázquez como secretario y traductor. Ángel Vázquez y él formarían durante un cierto tiempo una curiosísima simbiosis: sólo el español era capaz de entender lo que chamullaba el húngaro.
Esto último lo cuenta Emilio Sanz de Soto en uno de los artículos que preceden a la edición por Pre-Textos de un puñado de relatos cortos de Ángel Vázquez (El cuarto de los niños y otros cuentos). Es muy de agradecer que a Sanz de Soto, que falleció el pasado otoño, le diera tiempo para pergeñar una semblanza personal de su paisano Ángel Vázquez tan rica en anécdotas esclarecedoras. Y cabe también congratularse porque la editorial valenciana haya rescatado estos cuentos del autor de La vida perra de Juanita Narboni , que quizá sea la más maldita de las novelas españolas del siglo XX.
En otra de las notas que preceden a la antología, el propio Ángel Vázquez nos cuenta que nació en Tánger una noche de junio de 1929, un mes y medio antes de lo previsto y en mitad de una fiesta a la que asistía su madre, Mariquita Molina, conocida en la ciudad como la Sombrerera puesto que tenía una tienda que vendía esas prendas imprescindibles para la dama y el caballero elegantes de entonces. Para anestesiar a la parturienta, la anfitriona, madame Brusson, la emborrachó con champán. Y para que el bebé prematuro pudiera sobrevivir fue entregado a una negra de Larache para que le amamantara.
Ya están aquí, en clave cómica, buena parte de Ángel Vázquez y buena parte del Tánger alucinante de los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Y digo en clave cómica porque la vida de Ángel Vázquez fue también -y sobre todo- terrible por lo que tuvo de pobreza, alcoholismo y falta de reconocimiento de su condición de gran escritor; al igual que el Tánger de ese periodo no se limitó a un sarao permanente de millonarios, escritores y artistas occidentales, sino que tuvo su reverso en la marginación de los llamados «indígenas» -o sea, los moros- que tan bien expresaría ese otro gran tangerino que fue Mohamed Chukri.
Emilio Sanz de Soto solía decir que Tánger fue «una deliciosa mentira». Los dos términos de la ecuación -«deliciosa» y «mentira»- están muy bien traídos. Ciudad abierta y de gobierno internacional en un Marruecos colonizado en su parte más feraz por Francia y en la más agreste por España, Tánger ofrecía, sí, amparo a disidentes de muy variado pelaje; era, sí, multicultural, políglota y tolerante, y, sí, asombraba por su belleza y por las muchas juergas que tenían lugar en sus villas y hoteles. Pero Tánger también era clasista, sucia, violenta y cosas peores. Como sus parientes Alejandría y Beirut, era más maquillaje que cuerpo, más decorado que guión, más labia que acción. ¿Una forma de vivir? Sí, digámoslo así.
En el obituario que publicó en este periódico, Vicente Molina Foix vino a decir que Emilio Sanz de Soto, aún siendo escritor y cineasta, pertenecía a esa categoría de seres cuyo personaje es muy superior a su obra. Es algo que tenían en común los artistas e intelectuales tangerinos del periodo internacional, fuesen moros, cristianos o judíos, se llamaran Sanz de Soto, Eduardo Haro Tecglen, Mohamed Chukri y hasta Paul y Jane Bowles. La vida tangerina -social para los occidentales; de búsqueda del condumio para los «indígenas»- era tan intensa que dejaba poco tiempo, y escasas ganas, para escribir. Y si no hubiera sido porque con La vida perra de Juanita Narboni nos legó una novela capital, Ángel Vázquez podría haber sido como tantos otros paisanos suyos: alguien más fecundo en promesas que en obras. Pero ese hilarante y desasosegante monólogo interior femenino vale más que un nutrido catálogo de best-sellers .
Publicada en 1976, cuando su autor ya vivía en Madrid, La vida perra de Juanita Narboni es tan tangerina como el Zoco Chico. Su principal valor es la protagonista: una española solterona, amargada y empobrecida de Tánger que repasa casi medio siglo de vida de una ciudad de la que dice que es «como una caracola que va recogiendo los peores ruidos del mundo».
Obra de adoración iniciática, esta novela ha sido llevada al cine en un par de ocasiones: en 1982 por Javier Aguirre con Esperanza Roy; en 2005 por Farida Benlyazid, con Mariola Fuentes. Entrevisté a Farida Benlyazid cuando preparaba su película. Entre otras cosas, la cineasta marroquí dijo: «Juanita es increíble: la vida le ha pasado por delante sin que ella haya sabido agarrarse a nada; es una mujer hundida en la soledad y la locura, un personaje amargo, negativo, resentido y patético, y, sin embargo, la quieres desde el primer momento». Según sus escasos amigos -los ya fallecidos Eduardo Haro Tecglen y Emilio Sanz de Soto, la propia Farida Benlyazid-, Ángel Vázquez se le parecía mucho.
El hijo de la Sombrerera era de físico vulgar, triste y apocado en público, muy dado a la botella y homosexual. Sanz de Soto rememora un diálogo de Ángel Vázquez con Jane Bowles en el que el primero dice: «Odio a los efebos de esta playa de Tánger, al que el rico turismo anglosajón ha convertido en un prostíbulo dorado y al aire libre. Lo mío son los militares ya maduros y sin graduación, los curas a la española, barrigudos y catetos, y los que riegan las calles de noche encapuchados en sus uniformes amarillos». Procedentes de Málaga, su padre y su madre se habían instalado en el Tánger internacional en busca de trabajo. El padre, brutal y alcohólico, desaparecería pronto de la vida de Ángel Vázquez, que sería criado por su abuela y su madre. Con esta última, Mariquita Molina, sostendría, según su propio testimonio, una relación de «amor-odio». Cuando el uso del sombrero decayó, ella tuvo que cerrar la tienda y se entregó a la bebida. Murió también en la pobreza y el alcoholismo.
Ángel Vázquez no terminó el bachillerato, pero fue un lector compulsivo. Sus amigos le recordaban casi siempre leyendo: en casa, en la librería Des Colonnes, en los cafetines y en las bibliotecas públicas; en castellano, inglés, francés e italiano. Fue muy cinéfilo y tanto en Juanita Narboni como en El cuarto de los niños y otros cuentos hay abundantes referencias al cine glamouroso en blanco y negro. Por lo demás, lo andaluz (por su ascendencia malagueña y por el hecho de que Tánger es, ante todo, una ciudad andaluza) y lo judío marcaron su existencia.
Es curioso: Ángel Vázquez ganó un Planeta en 1962 (con la novela Se enciende y se apaga una luz) pero no tuvo ni una milésima parte de la fama de la que hoy disfrutan hasta los finalistas de este premio. «En Tánger», según Sanz de Soto, «no era nadie…, y en España tampoco». Aún más, el hijo de la Sombrerera siempre pensó que sus cuentos y novelas eran muy malos. «Sarcasmo y amargura», escribe Virginia Trueba, la editora de El cuarto de los niños , «fueron los compañeros de Vázquez en ese viaje de descenso en que consistió su vida».
En 1959 Marruecos recuperó su independencia y con ello terminó el periodo internacional de Tánger. La ciudad comenzó una triste decadencia de la que apenas ha salido en los últimos años y la vida se fue haciendo cada vez más incómoda para sus habitantes occidentales. De modo que, a instancias de sus amigos, Ángel Vázquez la dejó en 1965 para instalarse en Madrid. Falleció en febrero de 1980, a los 51 años, de un ataque al corazón y en una pensión de la calle de Atocha. Horas antes había quemado dos novelas inacabadas. Se dice que el editor Lara pagó su entierro.
El cuarto de los niños y otros cuentos reúne algunos relatos que Ángel Vázquez publicó en su día en la prensa española y otros inéditos, como el que desveló Domingo del Pino en su página web. Los temas de estas historias -ambientadas, por supuesto, en Tánger- son el doloroso final de la infancia y las vidas de seres solitarios, arruinados y atormentados. Así termina, por ejemplo, el cuento Las viejas películas traen mala pata : «Me miré en el espejo y me sentí desamparado. Aquella habitación era tan pequeña y aquellas manchas de humedad tan grandes». El sueño tangerino, si es que alguna vez existió para Ángel Vázquez, estaba roto.
Ángel Vázquez. La vida perra de Juanita Narboni (Cátedra). Se enciende y se apaga una luz (Planeta). El cuarto de los niños y otros cuentos (Pre-Textos. Aparecerá a final de mes).
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