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Pongamos que hablo de Madrid

 

Pobre Madrid. En los periódicos y telediarios nacionales siempre hablamos a partir de Madrid, pero nunca o casi nunca hablamos de Madrid, de sus achaques como metrópolis.

 

Es lo que tiene la capitalidad del Estado: mucho protagonismo como escenario, escaso protagonismo como actor. Barcelona, en cambio, suele convertir en graves problemas políticos nacionales sus dolencias urbanas, los socavones del Carmel o los retrasos de sus trenes de cercanías. Pero ¿qué espacio ocuparon en los medios nacionales los tremendos trastornos que padecimos los madrileños en la anterior legislatura a causa de tanta obra faraónica promovida por el alcalde Alberto Ruiz Gallardón? ¿Por qué no abren esos medios con asuntos de tanto calado como la anacrónica e ineficaz privatización de la sanidad pública madrileña que impulsa Esperanza Aguirre, la presidenta de nuestra comunidad autónoma? ¿No es noticia de interés nacional el que, en estos tiempos de regreso universal a lo público, esa misma Esperanza Aguirre esté privatizando el Canal de Isabel II, el suministro de agua de los habitantes de la Villa y Corte?

Estos días, no obstante, una noticia local de Madrid ha conseguido abrirse un hueco en la agenda informativa española: la muerte del joven Alvaro Ussía a manos de unos matones de discoteca. Y de repente muchos españoles se han enterado de que aquí, en la capital, las cosas van manga por hombro.

 

Resulta que la Comunidad de Madrid llevaba años sin aprobar un reglamento para los porteros de discotecas, años sin fijarles unas exigencias elementales –determinado nivel de estudios, carencia de antecedentes penales, superación de pruebas psicológicas…-. Solo ahora, tras la muerte de Alvaro Ussía, lo ha hecho con toda urgencia. Y resulta asimismo que el Ayuntamiento de Madrid tenía registradas decenas de denuncias, incluidas las de su propia Policía Municipal, sobre la discoteca donde murió el joven; denuncias que pedían a gritos un cierre inmediato, el que sólo ahora, tras la muerte de Álvaro Ussía, se ha producido.


Un día sí y otro también, Esperanza Aguirre y Alberto Ruíz Gallardón salen en los periódicos y telediarios nacionales. Pero siempre lo hacen como aspirantes al liderazgo nacional del PP y, en consecuencia, a la presidencia del Gobierno de España. Millones de españoles no madrileños conocen sus aspiraciones a suceder a Rajoy –transparentes en el caso de la lideresa Aguirre, agazapadas en el de Gallardón- y también saben que una y otro obtuvieron grandes victorias en las últimas elecciones autonómicas y municipales. Deben, por lo tanto, imaginarse que son unos grandes gestores. Pues no. Déjenme decir lo que pensamos cientos de miles de ciudadanos que vivimos aquí: Madrid -ciudad y comunidad- es un desastre.

¿Por qué entonces una amplia mayoría vota a Aguirre y Gallardón? El tema es complejo, pero ahora sólo apuntaré tres pistas. 1.- Aguirre y Gallardón son, en efecto, políticos y comunicadores de altura (tanto que, en realidad, su ámbito natural es el nacional y no el local). 2.- Muchísimos madrileños votan en las municipales y autonómicas más por razones políticas e ideológicas generales (se las pueden imaginar: la unidad de España, la defensa del castellano, el palo duro a ETA…) que en función de sus intereses como vecinos. 3.- El Partido Socialista de Madrid ha sido una absoluta calamidad durante las últimas dos décadas.


Así que la muy castiza Aguirre ha pasado a convertirse en una especie de jefa de la oposición en la sombra a Zapatero, apoyada por poderosos medios privados –El Mundo, la COPE, Intereconomía, Libertad Digital…- y controlando la cadena pública TeleMadrid de modo tan obsceno que los trabajadores de esa entidad han llevado el asunto a la mismísima Bruselas. La lideresa, como le gusta llamarse, siempre está rajando sobre política española (lo último es eso de que los socialistas mataron a Calvo Sotelo)  y cuando interviene en la autonómica es para privatizar (debe ser la última ultraliberal del planeta) o para intentar cargarse al presidente de Caja Madrid y poner en su lugar a uno de los suyos (aquí la campeona del no intervencionismo político en la economía pasa ampliamente del rollete ese de los «principios y valores»).

En cuanto a su compañero de partido y enconado rival, el más sofisticado Gallardón, es un genio a la hora de escurrir el bulto en los debates nacionales del momento –suele estar de viaje promoviendo la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos de 2016- y entretanto va alimentando su imagen de eterna alternativa ganadora en el liderazgo nacional del PP.

Pero aquí, en Madrid, la economía está hecha unos zorros –en la época de las vacas gordas madrileñas, que coincidía con las españolas, Aguirre decía que todo el mérito era suyo; de las actuales vacas flacas culpabiliza, por supuesto, a Zapatero-. Servicios públicos básicos como la sanidad y la educación se deterioran a ojos vista, mientras la Comunidad de Madrid fomenta una privatización rancia y chapucera. Y de los ruidos, la violencia, las obras sin ton ni son, el culto oficial de la chulería, la corrupción (Operación Guateque), los parquímetros, las inundaciones de los túneles y los atascos de tráfico, mejor ni hablar.


Eso sí, a los madrileños, que ya pagamos los precios más elevados de España, nos fríen a multas de tráfico y nos suben cada dos por tres los impuestos locales. Resulta sarcástico que cuando el PP propone en España la reducción de la presión fiscal como remedio milagrero a la crisis, el Ayuntamiento de Madrid nos suba astronómicamente las tasas de vehículos e inmuebles urbanos y anuncie la creación de una nueva, la de basuras.

Pero todo esto rara vez lo ven ustedes en las primeras páginas de los diarios nacionales editados en Madrid o en los sumarios de los informativos de televisión hechos en Madrid. Por eso, estos días me viene con frecuencia a la cabeza aquella canción de Joaquín Sabina, que también cantó el llorado Antonio Flores: «Allá donde se cruzan los caminos, / donde el mar no se puede concebir, / donde regresa siempre el fugitivo, / pongamos que hablo de Madrid./

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