No faltarán decenas de ocasiones en los próximos tiempos de hablar de Obama. Ahora sólo quiero sumarme a los centenares de millones de personas que en todo el planeta se alegran de que, al fin, haya abandonado la Casa Blanca el mentecato más peligroso de las últimas décadas, George W. Bush.
Lo conocí personalmente en Waco (Texas) en el otoño de 1998, cuando yo era corresponsal de «El País» en Washington y él, gobernador de Texas y aspirante a la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos. A «mon pote» el periodista francés Gilles Delafon y a mí nos pareció un tipo agradable en lo personal, simplón en lo político y meapilas en lo moral.
Luego me tocó cubrir las elecciones presidenciales del año 2000, que Bush le robó a Al Gore. Durante los meses siguientes, Bush no fue más que un presidente conservador medio alelado, pero el 11-S le convirtió en el mayor destructor de los genuinos valores estadounidenses desde los tiempos de McCarthy y en la mayor amenaza para la paz y la seguridad mundial desde los de Hitler y Stalin.
Durante los últimos ocho años he lamentado que Bush hubiera dejado en su momento la botella para dedicarse a la política. Ahora le deseo que en Texas disfrute de la compañía de Laura a la hora de los rezos y que mantenga con el perrito Barney grandes conversaciones sobre todo lo divino y lo humano, porque soy muy consciente de que es imposible que un ex presidente de Estados Unidos se siente en un tribunal. Imagino que Aznar irá a visitarle pronto.