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Había caso y ya estamos en la segunda fase del Espegate / Madrid / Esperanza Aguirre / Periodismo


El Espegate ha entrado en su segunda fase: ya nadie niega que, como denunció «El País», existan una o varias tramas de espionaje político en la Comunidad de Madrid. Sin haber abandonado aún sus intentos de matar al mensajero, los partidarios o empleados de la lideresa Esperanza Aguirre también se dedican ahora a lanzar cortinas de humo sobre el asunto. Es el mecanismo habitual. Entre las muchas cosas sobre este escandalazo que aún no sabemos, figura el cuándo entrará en su tercera fase: la del archivo, el sacrificio de algún chivo expiatorio o la cáída de los dioses.

Lo último, o penúltimo a la velocidad que van las cosas, es que, en el programa televisivo 59 Segundos, en la noche del miércoles 28, Vicente Jiménez, director adjunto de «El País», denunció que «periodistas a sueldo de la Comunidad de Madrid» participan en la campaña denigratoria desatada contra este periódico a raíz de que haya sacado a la luz el espionaje practicado en/desde/para/sobre/todo-a-la-vez la Comunidad de Madrid. Una de las contertulias del programa le vino a pedir a Vicente Jiménez que diera nombres y éste respondió con la actitud propia de una persona educada: se dice el pecado, pero no el pecador.

Obviamente, Vicente Jiménez no se refería a otro de sus contertulios, Germán Yanke, precisamente despedido de TeleMadrid por negarse a seguir las consignas de Esperanza Aguirre. Por cierto, Germán Yanke había publicado ese mismo día un artículo muy interesante («Aguirre en el hoyo») en estrelladigital.es. «Que (Esperanza Aguirre) quiera presentarse como víctima es estrafalario e indignante», decía. «Nada del fondo de las sospechas quiere aclarar la lideresa, nada del espionaje pagado con fondos públicos», añadía. Y remataba: «Vaya final para una carrera política: espiar al adversario, pagar al amigo, denigrar al que hace una advertencia, convertir en enemigos a los honrados».

Comparto la actitud del director adjunto del periódico para el que trabajo desde hace 26 años: no voy a ponerle nombres a esos periodistas que están en la nómina de los medios de comunicación de la Comunidad de Madrid y arrojan todo tipo de basura contra la investigación puesta en marcha por «El País». Ya sé que en este país a muchos les gusta que señales con el dedo, que metas incluso el dedo en el ojo, que la líes aún más, pero no es mi/nuestro estilo. Si alguien quiere poner nombres y apellidos a la observación de Vicente Jiménez, la cosa es bastante fácil, de esas de «blanco y en botella».

En cambio, ya nombré en su momento, y vuelvo a hacerlo ahora, a Juan José Güemes como autor de algunas de las declaraciones más inquietantes para la libertad de prensa formuladas en los últimos tiempos por un político en ejercicio. Y lo hago precisamente por eso: porque es miembro de un gobierno (o desgobierno), el de la Comunidad de Madrid. Güemes ya ha recibido una merecida condena del Comité de Redacción de El País y una coscorrón en toda la regla de la Asociación de la Prensa de Madrid. No obstante, dudo mucho de que haga lo que debe hacer: pedir disculpas por sus insultos, intentar justificarse diciendo que estaba muy nervioso y proclamar que conoce muy bien cuál es la tarea del periodismo y cuál la de los tres poderes del Estado de derecho.

Con toda modestia, quiero recordarles a Güemes y otros políticos y propagandistas semejantes cuál es la misión del periodismo en un caso de este tipo: publicar los indicios racionales que estén a su alcance sobre la existencia de tal o cual asunto turbio. Éste es el servicio más noble que nuestra profesión puede hacer a la salud de una sociedad democrática. ¿Y cómo se hace? Con los instrumentos propios del periodismo: fuentes y documentos contrastados. Ahora bien, el periodista, señor Güemes y compañía, no es un fiscal o un juez: no puede interceptar conversaciones telefónicas, no puede registrar despachos, no puede rastrear en discos duros de ordenadores, no puede interrogar bajo juramento a implicados y testigos, no puede efectuar careos… Pedirle al periodismo que aporte las pruebas que pueden conducir a una condena judicial es una barbaridad absoluta, impropia de cualquiera que conozca minimamente cómo funciona una democracia.

Resulta que «El País» ha dado plenamente en el clavo: ya nadie discute la existencia de una o varias tramas de espionaje en la Comunidad de Madrid, al margen de cualquier control parlamentario o judicial. Ahora son los tres poderes del Estado –el Ejecutivo con una encuesta interna, el Legislativo con una comisión de investigación y el Judicial con uno o varios sumarios- los que deben responder a las siguientes preguntas: ¿cuántas servicios de este tipo existen?, ¿quién o quiénes las han organizado?, ¿con qué propósito?, ¿cómo las financian?… Porque existir, existen. Caso probado.

(Por cierto, vaya aquí otro recordatorio, y parece mentira que haya que hacérselo a gente que se llena la boca diciendo que es tan acérrima partidaria de la economía liberal: «El País» es una empresa privada, que vive de sus ventas en un mercado libre; nadie le obliga a usted a comprarlo o no comprarlo. La Comunidad de Madrid es un organismo público que pagamos todos los contribuyentes, hayamos votado o no a su  Gobierno, con nuestros impuestos. El que unos gobernantes y los periodistas de la televisión pública que controla se dediquen al linchamiento en vivo y en directo de un periódico privado es un hecho gravísimo, de esos que se denuncian en la Venezuela de Chávez o la Rusia de Putin, un auténtico liberticidio.)


Ya escribí aquí mismo que este asunto olía a Watergate. ¿Cuál fue el papel del «Washington Post» en ese escándalo? Ir publicando a lo largo de meses, muchos meses, los indicios que le iban llegando de que el supuesto intento de robo en la sede del Partido Demócrata era más, mucho más que un episodio de delincuencia común. Pero el «Washington Post» no pudo presentar –ni era su misión ni estaba a su alcance- lo que se llama el «smoking gun«, la pistola humeante al lado del cadáver y cargadita de huellas dactilares que prueba de modo irrefutable la culpabilidad del autor del crimen. De hecho, en Watergate el «smoking gun» lo aportó Nixon con sus cintas.

Ignacio Escolar estuvo muy fino el pasado domingo cuando observó que Pedro J. Ramírez, que siempre anda citando el Watergate, se había puesto del lado de Nixon para una vez que se descubría uno en Madrid. En los días siguientes, Pedro J. ha efectuado un giro táctico: ya no niega que haya tramas de espionaje, ahora intenta colgarle el muerto de su organización y financiación a rivales de Esperanza Aguirre en el PP. También parece sugerir que esas tramas no son lo importante, que lo importante son los asuntos de corrupción que hay detrás: permisos de obras, licencias de explotación, contratos administrativos y todo eso. Peor me lo pone Pedro J.: la podredumbre en la Comunidad de Madrid es aún mayor de lo que nos imaginábamos cientos de miles de madrileños.

Con el aire chulapón de siempre, Esperanza Aguirre y los suyos también andan diciendo que a ellos les eligió una amplia mayoría de los ciudadanos de Madrid. Cierto… and so what? A Nixon también lo eligió la mayoría de los estadounidenses y tuvo que dimitir antes de que terminara su mandato presidencial. Que yo sepa, el que te vote la mayoría no te da patente de corso para hacer lo que te apetezca. El mero hecho de que se utilice el argumento de la mayoría absoluta pone los pelos de punta, confirma la catadura de esa gente.


Citando hoy en «El País» algunos antecedentes de espionaje político en nuestra democracia, Patxo Unzueta detalla elementos comunes en estos casos. El primero, sin duda, es la «concentración de poder en un partido, lo que crea sensación de impunidad». Pero también los hay en la respuesta que se da desde el poder a las revelaciones periodísticas: «la enérgica negación de los hechos (con amenaza de querellas) deja paso a la afirmación de que ellos los desconocían y a insinuaciones de que es un montaje de los espiados o del mensajero». En el Espegate, ya hemos pasado de la primera a la segunda fase.


En cuanto a la tercera fase, varias son las salidas: archivo del caso, sacrificio expiatorio de peones intermedios o, la más saludable, caída de Nixon.

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