Este texto fue escrito el 27 de septiembre de 2010 y publicado un año después en el libro colectivo 27 de septiembre. Un día en la vida de los hombres, coordinado por Esmeralda Berbel y publicado por Ediciones Carena.
Sólo faltaría que se muriese el Pulpo Paul
JAVIER VALENZUELA
Este primer lunes del otoño de 2010 tiene toda la pinta de que va a ser un día de mierda.
Me despierta la alarma de uno de los dos móviles advirtiendo de la llegada de un SMS. Es de Isabel, de Los Desayunos de TVE. Mañana, martes, me esperan en el programa; los invitados son los dirigentes de las organizaciones sindicales UGT y Comisiones Obreras.
Empezamos bien. No es que me fastidie ir a Los Desayunos, al contrario, me gusta tertulianear en ese programa. Tampoco tengo nada en contra de los invitados, que son gente estupenda. De hecho, ni tan siquiera me opongo al motivo de su comparecencia televisiva: la convocatoria de una huelga general para el miércoles 29, la primera en España en un montón de tiempo. Lo que me fastidia, irrita y entristece es el motivo de la convocatoria: el abaratamiento del despido decidido por Zapatero, el giro neoliberal adoptado por el presidente desde que los mercados financieros le apretaron las clavijas el pasado mayo, la capitulación ante los amos del casino financiero de un Gobierno progresista en cuyo nacimiento colaboré.
Llego al periódico hacia las 11 de la mañana. Enciendo el ordenador de mesa y abro el correo electrónico. Más propuestas de artículos de última hora a favor o en contra de la huelga. Es demasiado tarde: el pescado de los argumentos está vendido, ya hemos publicado varios textos en uno u otro sentido y estas propuestas son redundantes. Ahora se trata de rechazarlas sin ofender demasiado a sus autores. No es fácil: casi todos creen que su opinión puede ser decisiva, muchos tienen egos descomunales.
Se va confirmando el presagio: éste es uno de esos días que ojalá terminen pronto.
Bajo a la cafetería del periódico. Todas las conversaciones versan sobre lo mismo: ¿harás o no harás huelga? La tradición establece que en los diarios impresos la huelga general se realice el día anterior a la jornada fijada para el resto de los mortales. O sea, a nosotros nos toca mañana mismo, martes 28.
Las conversaciones son tensas. Sólo a los pijos se les puede escapar que una huelga no es una fiesta para los trabajadores, sino un estrés añadido; unos trabajadores que si se plantean hacerla o no es, precisamente, porque ya tienen motivos previos de preocupación. En este caso, el abaratamiento del despido y la posibilidad de que eso se traduzca en nuevas oleadas de envíos a las colas del paro, en particular de los más veteranos, los que, por su mayor antigüedad en la empresa, ganan más.
La perspectiva de la huelga divide a unos compañeros de otros: los que la seguirán, los que no la seguirán. Y escinde interiormente a cada uno de ellos: por un lado, estoy muy cabreado, veo motivos para protestar, la crisis la estamos pagando los que no la causamos mientras los especuladores se van rositas; por otro, no puedo perder el salario del día de huelga, no puedo significarme ante la empresa en estos momentos en que planea más limpiezas de plantilla. Un marronazo.
No hay manera de vivir este día en sí mismo, en presente. Ni aún siguiendo el consejo de Serrat y pensando que puede ser el último que te toca vivir. Hoy todo es qué es lo que harás mañana (o pasado mañana). Hay días así en el año, días no tanto vividos sino consumidos en función de lo que va a venir. Por ejemplo, las vísperas de vacaciones, las vísperas de fiestas. ¿Has hecho ya el equipaje? ¿Dónde y con quién tomarás las uvas? Pero una cosa es consumir una jornada preparando el gozo de mañana y otra es consumirla preparándose para la ejecución en el corredor de la muerte.
Almuerzo en el comedor de empresa del periódico: espaguetis, huevos fritos con jamón, tajada de sandía y cerveza sin alcohol. Mucho colesterol, poca cocina. Pero, bueno, no está tan mal para los cuatro euros que cuesta.
Volvemos a pesar cada euro antes de gastarlo como si fuera de oro. Llevamos ya un par de años mirando de no gastar. Unos porque están en paro, otros porque deben mucho a los bancos, muchos porque se levantan todos los días con el miedo a que les convoque el jefe de personal y les ponga la liquidación encima de la mesa.
En la larga mesa del comedor se sientan al albur de la llegada compañeros de distintos servicios: plumillas, fotógrafos, oficinistas, secretarias, impresores, seguretas… Uno me pregunta cómo ha podido Zapatero renegar de su promesa de defender los derechos sociales y adoptar con la fe del converso las recetas de los mercados financieros. Lo hace sin acritud, con razonable curiosidad, en busca de alguna clave, conocedor de que colaboré dos años con el presidente del Gobierno cuando daba sus primeros pasos por La Moncloa. “Por no haber hecho algunas cosas cuando podía y debía hacerlo, como, por ejemplo, la reforma fiscal y la lucha contra el fraude”, respondo. Otro no acaba de entender cómo, a la hora de apretarse el cinturón, Zapatero no ha planteado un reparto equitativo de los sacrificios. “Por miedo, supongo”.
De nuevo en el despacho, ante el ordenador, con los dos teléfonos móviles desplegados sobre la mesa, me invade el sopor. En estas sobremesas de finales de septiembre, el cuerpo emite todavía el mensaje de que tiene ganas de una buena siesta. Cómo le gusta el lujo al jodío. Se cree que todo el monte es orégano y todo el año, agosto.
El gato Sam me mira inquisidor desde el póster de Andy Warhol colgado en la pared del despacho, justo detrás de la pantalla del ordenador. Está pintado en rojo.
Cuando me fui por un par de años a La Moncloa de Zapatero, lo único que me llevé de mi despacho en el periódico fue el póster de Sam por Andy Warhol. Me gustan los gatos. Me gusta el rojo.
Bajo a la máquina de la planta de abajo. Me sirvo un café doble. Al volver al despacho me doy cuenta de que hace un rato largo que no les hago el menor caso a los móviles. En total, hay seis llamadas perdidas, tres SMS, siete correos electrónicos nuevos en mi buzón personal y dieciocho en el buzón profesional. De los correos personales, cinco son comunicaciones de Facebook; de los profesionales, quince son SPAM, pura basura. Pienso que cuando la palme mis móviles seguirán recibiendo llamadas, SMS y correos durante cierto tiempo. Y que muchos de los remitentes se enfadarán muchísimo conmigo porque nos les contesto.
Una compañera me informa de que un autor de los que vamos a publicar mañana no ha enviado aún el retrato que debe acompañar al texto de su tribuna. Le digo que haga un último intento por contactarle y que, si no lo logra, tendremos que pensar en una alternativa. Al cabo de un rato, me cuenta que ya está todo solucionado: el autor dio señales de vida y envió su foto por correo electrónico.
Paso las horas centrales de la tarde leyendo y editando textos, contestando llamadas, mensajes y correos. Un colaborador me pregunta sobre si se cuál va a ser el seguimiento de la huelga en el periódico. No tengo la menor idea. A tenor de lo que he ido escuchando, imagino que mitad y mitad. En todo caso, lo prácticamente seguro es que el periódico saldrá el miércoles. Hoy en día, con la informática y unos cuantos redactores se puede hacer un diario de circunstancias. Y se pueden enviar las páginas por satélite a cualquier imprenta, no necesariamente la propia. Los sindicatos deberían plantearse la utilidad del instrumento de la huelga en nuestro sector: es casi imposible que ganen una, que logren que un periódico no salga.
De camino a casa, dejo a Bastenier cerca de la suya. Aunque son casi las ocho de la tarde aún hay luz. Bastenier y yo hablamos del tema del día. Nos gusta situar las cosas, aunque sea por mero ejercicio intelectual, en contextos históricos y geopolíticos. Sale a relucir el papel de ogro del capitalismo que desempeñaba la Unión Soviética y que hoy no tiene heredero. Sale a relucir la impotencia de la socialdemocracia para reformar el capitalismo tras la caída del Muro de Berlín; la socialdemocracia, coincidimos, puede servir para decorar el piso, pero el piso se lo dan hecho e intocable. Sale a relucir el declive de Estados Unidos y el renacimiento de una China a la par económicamente capitalista y políticamente autoritaria. En apenas quince minutos de trayecto, hemos dado la vuelta al mundo mientras Bastenier se fumaba dos o tres cigarrillos. Me deja el Tucson impregnado de peste a tabaco.
-¿Cómo ha sido tu día? –me pregunta Dácil cuando nos vemos en casa.
-De mierda –le contesto.
Su pregunta ha sido cariñosa, mi respuesta, la de ese viejo gruñón que cada vez con mayor frecuencia descubro en mí.
En el salvapantallas del portátil de Dácil van apareciendo fotos del recientísimo veraneo, días de playa y paseos por el monte. Las miramos con nostalgia: hace apenas un mes y parece una eternidad.
Fuimos felices en el recién terminado verano de 2010. Fue el verano de La Roja, el de las risas con el Pulpo Paul y sus predicciones, el de las quejas por el infernal clamor de las vuvuzelas, el del testarazo descomunal de Puyol que nos dio la victoria frente a Alemania, el de la aparición providencial de Andresito Iniesta que derrotó, ya era hora, a aquellos holandeses que no paraban de dar patadas, el del beso en vivo y en directo de Iker y Sara, el de aquella noche de julio en que las calles se llenaron de la multitud más nutrida y festiva que jamás haya conocido nuestro país. Sí, aquella noche pudimos decir con toda propiedad: “¡Somos los campeones del mundo!”
Pero luego llegó septiembre: Argentina nos derrotó por 4 a 1 y la fiesta estival del fútbol terminó con un gatillazo. La crisis invadió de nuevo nuestras cabezas y con ella la rabia, el miedo y la protesta.
Tengo una llamada perdida de mi hija Maya en el móvil personal. Se la devuelvo al instante. Maya me cuenta que los directivos del Liceo Francés han dado libertad a los alumnos para que el miércoles vayan o no a clase. Ella piensa que como muchos profesores no irán y que como habrá líos con el transporte público, lo mejor que puede hacer es quedarse en casa. Comparto su criterio. “Y además”, añade, “Zapatero la está cagando”. Lo comparto asimismo. “Bueno”, remata, “haré huelga”. “De acuerdo”, le digo, “pero háblalo también con tu madre”. Como ya contó hace mucho tiempo el viejo Bill Cosby, un padre de nuestros días sabe que su criterio pesa poco frente al de la madre, un padre divorciado lo sabe aún más.
El telediario de Pepa Bueno va de lo mismo.
Sí señor, ha sido un día de mierda.
Sólo faltaría que se muriese el Pulpo Paul.
FIN