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¿Cómo se lo explico a mis hijos? / Rubalcaba, Rajoy y Zapatero / Cuarta Página / El País

¿Cómo se lo explico a mis hijos?

El último fracaso de Zapatero es que vaya a sucederle en La Moncloa alguien de la generación política anterior a la suya. A los jóvenes que piden una regeneración de nuestra democracia les va a resultar difícil entenderlo

El «noqueado» Zapatero, como le llama ‘Le Monde’, no ha conseguido revitalizar nuestro sistema

El 15-M no tiene nada contra la edad, admira a Hessel y Sampedro. Lo que rechaza es el inmovilismo

JAVIER VALENZUELA

Hay un truco útil para saber cuándo el pragmatismo empieza a ser indefendible, cuándo es tan solo mera aceptación resignada de una situación anacrónica, injusta o disparatada. Consiste en preguntarse: ¿cómo puedo explicárselo a mis hijos? Ahora tenemos en España un ejemplo paradigmático: ¿cómo puede un español de mi generación explicarle a hijos de entre 18 y 25 años de edad que en las próximas elecciones legislativas van a tener que escoger entre Rajoy y Rubalcaba? Máxime si esos hijos simpatizan con el movimiento de regeneración democrática del 15-M.

Que nadie se asuste: no estoy pensando en la edad de esos dos caballeros, estoy pensando en lo que encarnan: políticos profesionales desde hace décadas, curtidos zorros del establishment, veteranos segundones como les definía el otro día Josep Ramoneda reflexionando sobre este mismo asunto. Rubalcaba y Rajoy ya hacían política en los ochenta y eran ministros en los noventa, así que nuestros hijos los han visto en la tele desde que llevaban pañales. Ambos se forjaron a la sombra de dos hombres que fueron presidentes el pasado siglo, González y Aznar, y ambos son, sin duda, maestros en el arte de la supervivencia en las alturas del poder. Cada cual a su manera, Rubalcaba y Rajoy se las saben todas, con ellos no hay quien pueda, sus colmillos de tan retorcidos son churriguerescos. Y por esto su inminente pugna electoral contrasta de modo tan chocante con la presencia en las calles y plazas españolas de miles de jóvenes, de edad o de espíritu, que piden una mejor democracia, menos politiquera, menos partitocrática, menos bipartidista, menos profesionalizada, no tan sumisa a los ricos y poderosos, no tan alejada de la gente.

He aquí otra constatación fehaciente del fracaso de Zapatero en su inicial empeño por revitalizar la democracia española. Tras siete años de gobierno del leonés, la alternativa que ahora se les propone a los ciudadanos es escoger entre el sucesor designado en 2003 por Aznar -un Rajoy varias veces ministro, derrotado luego en dos legislativas y que nunca ha entusiasmado ni tan siquiera a muchos de esos millones de españoles que votan a la derecha- y el portavoz del último Gobierno de Felipe González en aquella época (1993-1996) asociada con los escándalos. En términos políticos, el abuelo va a heredar al hijo.

Zapatero llegó a La Moncloa prometiendo a los jóvenes que nos les fallaría y que el poder no le cambiaría. A la postre, les ha fallado y hasta puede decirse que el Movimiento del 15-M es el de los hijos desencantados del zapaterismo. El leonés también ha sido cambiado por el poder de tal manera que ya no hay quien reconozca a aquel ZP inexperto pero valiente que osaba desafiar al emperador Bush retirando las tropas de Irak y a Juan Pablo II impulsando el matrimonio gay. Hace ya tiempo que Zapatero solo va de cumbre en cumbre sin pisar jamás la tierra llana donde habitan los mortales, esos 11 millones de españoles que confiaron en él en 2004 y 2008. En España gusta de fotografiarse en compañía de empresarios y banqueros, y en el extranjero se le ve en la tele intentando abrirse un hueco en reuniones de políticos conservadores, financieros rapaces y otros DSK.

Zapatero hubiera hecho bien en tomar las lecciones de economía socialdemócrata que alguien le recomendó. En su primera legislatura, cuando las vacas eran gordas, no hizo ningún cambio sustancial en las políticas económicas heredadas de Aznar y Rato. Ni reforma fiscal para que paguen algo menos las clases populares y medias y algo más los multimillonarios, ni promoción de una banca y una empresa energética públicas, ni desinfle controlado de la burbuja inmobiliaria. Como el crecimiento, impulsado por la especulación financiera e inmobiliaria, era vigoroso, las arcas de Hacienda recibían sustanciosos ingresos fiscales con los que poder financiar mayores gastos sociales. Aunque esos gastos, como el cheque bebé o la deducción de 400 euros, fueran poco o nada progresivos, alcanzaran por igual a la hija del banquero que a la del albañil.

Tras el autoritarismo de lo que Vázquez Montalbán dio en llamar el aznarato, la llegada de Zapatero a La Moncloa fue un chorro de aire fresco, de libertad y tolerancia. En su primera legislatura, Zapatero fue progresista en política internacional, derechos civiles e igualdad de género, para escándalo de la berroqueña derecha española y desdén de ese centro-izquierda anquilosado en la nostalgia de la Transición y de la prodigiosa década felipista de los ochenta. Pero no fue socialdemócrata en política económica. Se creyó aquello de que se podían hacer políticas progresistas de gasto sin hacer políticas progresistas de ingreso. A esto los ingleses lo llamaban la Tercera Vía.

Tal vez la mejor definición de la Tercera Vía se encuentre en el retrato de Blair incluido en el libro Sobre el olvidado siglo XX, de Tony Judt. Cuenta allí Judt que, en 2001, en un debate radiofónico sobre las legislativas británicas, una joven periodista preguntó si había alguna diferencia entre la pasión de Thatcher por las privatizaciones y la de Blair. Le respondió el director del conservador Daily Telegraph con esta mordaz sentencia: «Thatcher creía en las privatizaciones, a Blair simplemente le gustan los ricos». Ahí está la clave de la actual hegemonía conservadora en Europa: el electorado, puesto a elegir, prefiere el original desacomplejado a la copia vergonzosa.

Ya bien entrada una crisis que, para desesperación de tantos de sus votantes que la sufrían en sus propias carnes, negó durante demasiado tiempo, Zapatero dejó de ser definitivamente ZP el 12 de mayo de 2010. Con la fe del converso, según unos, con vocación de chivo expiatorio, según otros, adoptó las reformas impuestas por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI, las que corresponden a los intereses y la ideología del capitalismo financiero internacional. Y si en las cosas del comer desencantó así a sus votantes, hacía tiempo que otras de sus promesas -reforma constitucional, renovación judicial, federalización de España- habían quedado atascadas tanto por la intransigencia de la derecha, su absoluta negativa a cooperar con el Gobierno socialista, como por el buenismo y la mansedumbre, la desorganización y la cacofonía, las vacilaciones y las contradicciones de Zapatero y los suyos.

El nuevo capítulo de la historia de España ha comenzado a escribirse en tres días del pasado mayo. El día 15, la juventud salió a la calle para reclamar cosas tan concretas y razonables como una reforma electoral que refleje mejor nuestra pluralidad o la dación o entrega de las llaves del piso como pago definitivo de una hipoteca. El 22, el PSOE se pegó un castañazo en las municipales y autonómicas, perdiendo un millón y medio de votos. El 28, el Comité Federal del PSOE proclamó a Rubalcaba candidato presidencial único; Zapatero no pudo cumplir ni su última promesa: que su sucesor sería elegido en unas verdaderas primarias.

«España, económicamente noqueada, está dirigida por un hombre políticamente noqueado», acaba de escribir Silvia Desazars en Le Monde. Y lo peor es que, en un momento en que la mayoría de los ciudadanos percibe a los políticos como un problema más grave incluso que el terrorismo, a los hijos de mi generación se les propone que a este hombre noqueado le sustituya uno de los dos púgiles que ya se subían a los cuadriláteros en los tiempos del Potro de Vallecas.

Lo diré de nuevo: nuestros hijos no tienen nada contra la edad. Al contrario, los nonagenarios Hessel y Sampedro son para muchos un referente de sabiduría rebelde. Lo que no aprecian es la figura del apoltronado que predica la resignación, que rezonga que las cosas no pueden cambiarse, que pontifica sobre el carácter sagrado de tal o cual texto o sobre la imposibilidad de políticas alternativas, que gruñe aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Judt llamaba a esta actitud la «coacción paternalista del nosotros sabemos lo que es mejor para ti». Nuestros hijos quieren a sus padres y abuelos, pero no soportan, y con razón, el paternalismo.

El artículo en elpais.com

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