La sentencia sobre el Estatut de Cataluña de un Tribunal Constitucional tuerto, duro de oído y caducado ha tenido, al menos, la ventaja de abrir un debate sobre el modelo de Estado democrático español. De ese debate, que va mucho más allá de con quién aprobará el Gobierno de España los próximos presupuestos o de quién gobernará Cataluña a partir de 2011, forman parte artículos como el publicado ayer en EL PAÍS por Carme Chacón y Felipe González o, en días anteriores, por Ignacio Sánchez Cuenca.
Sintetizando, existen tres visiones del Estado. Una, la de la derecha españolista, compartida por sectores jacobinos de izquierda, es la de un Estado unitario en el que las autonomías no son mucho más que descentralización administrativa consagrada al pillaje del suelo.
Otra, promovida por los socialistas catalanes y algunos de sus aliados y por escasos progresistas en el resto del territorio español, cree que, interpretado con liberalidad, el Estado de las autonomías puede ser un Estado federal que reconozca la pluralidad de España. En esta visión, España sería una nación indiscutible que albergaría en su seno otras comunidades nacionales y/o culturales.
La tercera, la de algunos movimientos catalanes, vascos y gallegos, es la que va desde lo confederal a la independencia, pasando por eufemismos diversos como el soberanismo o la fórmula portorriqueña del Plan Ibarretxe.
La torpe y cicatera sentencia de este TC ha asestado un severo golpe a la segunda visión. Los promotores bienintencionados del Estatut deseaban que abriera la senda a una federalización explícita de España y ello a través de una interpretación inteligente del espíritu de la Constitución.
Pero ¿dónde está escrito que la partida haya terminado? Si los partidarios de la tercera visión se regocijan por la sentencia y se apresuran a exhibir su programa máximo, los de la segunda deberían analizar qué ha fallado, aquí y allí, y relanzar con brío el combate político e ideológico.
En mi opinión, la reforma de la Constitución sería el objetivo estratégico a fijar. Sin duda, no es algo que pueda conseguirse hoy o en un futuro próximo, pero debe ser el horizonte hacia el que caminar.
Esa reforma tendría que recoger elementos mil veces mencionados en los últimos años, como la conversión del Senado en Cámara territorial, y algunos otros que no lo han sido tanto (por ejemplo, y siempre en mi opinión, establecer clara y firmemente cuáles son las competencias del gobierno federal, devolviéndole, si es menester, algunas, como la protección de costas y bosques, o reforzando otras, como la educación y la sanidad).
Para que la reforma de la Constitución se convierta algún día en un objetivo político asumible por una mayoría ciudadana (ya sé que la gente está ahora angustiada, y con razón, por la crisis económica), la batalla de las ideas debe comenzar de inmediato. Y la primera de ellas fue formulada por Thomas Jefferson cuando afirmó que pensar que una generación puede dictar de modo definitivo a las siguientes cómo deben organizarse es de una arrogancia insufrible.
La Transición y su fruto, la Constitución, estuvieron muy bien en su momento, llegaron hasta donde podía llegar y han dado a España tres décadas muy positivas en lo político, lo económico y lo social. Pero mucho de lo ocurrido durante el curso 2009-2010, desde la crisis del poder judicial al debate sobre el sistema electoral, pasando por el afloramiento de la corrupción municipal y los problemas creados por la sentencia del Estatut, muestran que al traje confeccionado hace más de treinta años se la han roto las costuras por muchas partes. Le queda muy pequeño a la España de la segunda década del siglo XXI.
La mayoría de los españoles que viven hoy no votaron la Constitución de 1978. No habían nacido o no eran mayores de edad. ¿Qué mal habría en que, en el momento oportuno, cuando exista una mayoría que lo desee, se les invitara a refrendar un texto actualizado, un texto que aclarara todo aquello, incluyendo el modelo de Estado, que los constituyentes no tuvieron otro remedio que dejar en una ambigüedad calculada? Para eso, hay que empezar a hablar ya sin pelos en la lengua, en esa lengua de madera usada tanto por esa derecha que en su día fue reticente a la Constitución y hoy la sacraliza cual si fuera el Corán como por esos intelectuales del batallón que han envejecido fatal y han pasado desde las posiciones libertarias de su juventud a estremecerse de gusto con la sagrada unidad de la patria, el banderita tú eres roja tú eres gualda y el fundamentalismo constitucional.