Estamos a punto de vivir uno de los momentos más bochornosos de la corta historia de nuestra mediocre democracia: el juez Garzón entrando en un juzgado a declarar como imputado por haber intentado ayudar a los españoles que quieren dar digna sepultura a aquellos de sus familiares que fueron asesinados y arrojados a las cunetas por el franquismo.
A muchos se nos acumula la desesperanza, la sensación de que, como escribió Ignacio Sánchez Cuenca en La Cuarta de «El País» a comienzos de agosto, éste no es un Estado de derecho sino un Estado de derechas. Con toda probabilidad los del espionaje en Madrid y el caso Gurtel se irán de rositas y los platos rotos los pagarán los policías, fiscales y jueces que osaron husmear en esos asuntos. Es seguro que quedará impune la tremenda acusación veraniega de que el Gobierno de España espía al PP. Y hay muchas probabilidades de que la derecha no tarde en volver a La Moncloa sin haber renegado nunca del franquismo y sin haber hecho la menor autocrítica por la guerra de Irak, la falta de previsión, las mentiras y las teorías conspiranóicas en relación al 11-M y su política de tierra quemada y crispación permanente durante el período de Zapatero.