En apenas un trimestre en la Casa Blanca, Obama, con algunas medidas positivas y aún más por su estilo dialogante y conciliador, le ha arrebatado a regímenes como los de Teherán y La Habana buena parte de su tradicional argumentario victimista, hipernacionalista y antiimperialista. El levantamiento de las restricciones a los cubanos para ir y venir entre la isla y Estados Unidos, al igual que para enviar y recibir dinero, es, por ejemplo, una buena medida. Buena para los sufridos cubanos del interior, buena para los opositores inteligentes al régimen de Castro y buena para la mejor fórmula para el futuro de la isla: una transición democrática «a la española», por decirlo de algún modo.
Ha estado, además, muy bien que esta iniciativa también fuera anunciada por la Casa Blanca en castellano, la segunda lengua estadounidense. Obama, un mestizo, sabe que el país que preside es mucho más complejo de lo que lo presenta la dominante visión de los WASP y que lo hispano es uno de sus componentes esenciales.
El mejor escenario sería que Obama terminara levantando totalmente el absurdo embargo a Cuba, que tanto ha hecho sufrir al pueblo de la isla, tanto ha desacreditado internacionalmente a Washington y tantos pretextos ha regalado al caudillismo castrista. La mayoría del pueblo norteamericano estaría a favor de una medida semejante, a tenor de las encuestas. Incluso la aplaudirían muchos jóvenes cubano-americanos ajenos a la caspa rencorosa y extremista del «mascanosismo» histórico.
Los años de Bush han sido, paradójicamente, buenos para América Latina. Le han permitido avanzar en su emancipación de la tutela política y hasta económica que Washington ejercía sobre todo lo situado al sur del Río Grande. Los años de Obama pueden ser los de la reconciliación y la cooperación en la igualdad y la fraternidad.
Para España todo esto son buenas noticias.