La trama de espionaje político presuntamente organizada desde el Gobierno de la Comunidad de Madrid tiene todo el tufo de ser el mayor escándalo de este tipo en la democracia española desde los GAL. En el período entre uno y otro caso, gobiernos locales, autonómicos y nacionales, de uno u otro signo, han cometido errores, torpezas y hasta tropelías, pero nada de este calibre en el territorio de las alcantarillas de Estado: creación desde el poder de unos servicios secretos paralelos, investigación sin el menor control judicial de las vidas privadas y profesionales de distintas personalidades, violación flagrante, en consecuencia, de los derechos y libertades más elementales, y todo ello pagado con el dinero de los contribuyentes.
Si pensamos en términos mundiales, esto es lo que fue Watergate, y recuérdese que aquel asunto se zanjó con la dimisión del presidente de Estados Unidos. Ante hechos como los denunciados en los últimos días por «El País», con todos los argumentos al alcance del periodismo, sólo caben las más serias investigaciones judiciales y parlamentarias y la más estricta depuración de responsabilidades políticas al más alto nivel. ¿Deben detenerse estas últimas en el presunto organizador de la trama, el consejero de Justicia e Interior de la Comunidad de Madrid? Esta pregunta no tiene por el momento respuesta, pero es no sólo legítima, sino hasta exigible en una democracia que pretenda un mínimo de salud.
La contestación que, el lunes, dio Esperanza Aguirre a las primeras revelaciones de «El País» -denostar al mensajero y poner en cuestión su credibilidad- recuerda también muchísimo a las que dieron Nixon y los suyos cuando el «Washington Post» comenzó a publicar sus informaciones sobre el caso Watergate. Es una táctica que sólo pueden aplaudir los más memos partidarios de Esperanza Aguirre: a quien la emplea se le pone de inmediato un tremendo rostro de culpable. Si tiene asesores, que tal vez no, dada su prepotencia, la señora Aguirre debería buscar otras líneas de defensa.