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Obama o cómo el mundo ama al Estados Unidos verdaderamente americano

 

Todos aquellos que nos opusimos a la guerra de Irak por considerarla tan ilegal e ilegítima como disparatada y contraproducente hemos sido tildados sistemáticamente de «antiamericanos» en los últimos años. Y no sólo por los sectores políticos y mediáticos estadounidenses que cultivan el patrioterismo, el neoconservadurismo y el imperialismo, sino también por sus lacayos en otros países.


Esta totalitaria identificación de todo un país con la política exterior de un presidente concreto, el lamentable George W. Bush, ha llevado a los estadounidenses que la sostienen (y a sus voceros locales) a la paranoica conclusión de que todo el mundo (o casi todo el mundo) odia a Estados Unidos. Para esta gente, si la mayoría de los ciudadanos de Europa occidental, al igual que los de otras partes del mundo, se opusieron a la guerra de Irak fue por cobardía, escaso apego a la democracia, simpatía consciente o inconsciente por los terroristas del 11-S o profunda envidia del «american way of life»; en cualquier caso, por «antiamericanismo».


Resulta, sin embargo, que las cosas son mucho más complejas de como las presentan los simplones propagandistas de Fox News y The Wall Street Journal (y en España sus paletos corifeos de determinados medios de comunicación). Resulta incluso que muchos de los que nos opusimos a la invasión de Irak pensamos que ésa fue una acción absolutamente antiamericana. Como antiamericanos son Guantánamo y el recorte de derechos y libertades en Estados Unidos practicado desde el 11-S por Bush.


Sí, mire usted por donde: nos opusimos a aquella invasión por, entre otras cosas, amor al Estados Unidos libertario y antiimperialista de la revolución de 1775-1783, por amor a la Declaración de Independencia y a la Constitución redactadas por Thomas Jefferson y los Padres Fundadores, por amor a grandes políticos como Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Martin Luther King, John y Robert Kennedy, Bill Clinton y Al Gore. Y sostuvimos en todo momento que una de las grandezas de Estados Unidos es su capacidad para la autocrítica y la regeneración desde dentro, para el fresh start o new begining, el comenzar de nuevo.

Y no nos equivocamos. Tras un período en el que estuvieron como drogados por el traumático 11-S -y aún más por las lecturas erróneas del 11-S que les impusieron los neocon-, los norteamericanos, la mayoría de ellos, comenzaron a despertarse en las legislativas de noviembre de 2006, cuando le dieron una sonora bofetada a Bush y su camarilla e impusieron una mayoría demócrata en el Capitolio.


No tengo la menor idea de quién ganará las elecciones presidenciales norteamericanas. No soy de los que, tras su triunfo en Iowa, situaron ya a Barak Obama en la Casa Blanca. He cubierto periodísticamente sobre el terreno dos presidenciales estadounidenses (las de 1996 y 2000) y sé que son carreras de obstáculos extremadamente largas y complejas (¿quién podía adivinar que el duelo final Gore-Bush se resolvería en 2000 como se resolvió?). Apenas estamos en el comienzo de la actual carrera y pueden ocurrir muchas cosas, incluidas que el ganador del próximo noviembre no sean ni Obama ni Hillary Clinton.

Ahora bien, el entusiasmo universal evidenciado en estos primeros compases de 2008 por la candidatura de Obama confirma estrepitosamente que el mundo no odia a Estados Unidos, sino rechaza la política exterior de Bush, lo que es muy distinto. Obama representa en estos momentos el Estados Unidos que le gusta a los demócratas del planeta: un país juvenil, optimista y liberal, un país donde la palabra change (cambio) puede movilizar las energías positivas de millones de personas.

 

Fueron los propios norteamericanos los que nos enseñaron a amar a ese país; lo hicieron de modo particular a través del cine, de las películas de Frank Capra y de las interpretaciones de James Stewart y Gary Cooper, por citar sólo un ejemplo. Era un país que sólo le tenía miedo al miedo en sí mismo, no el país asustado y agresivo como una rata acorralada que ha encarnado Bush.

 

Lo he dicho aquí en otras ocasiones: para afrontar los principales desafíos de nuestro tiempo, desde la paz en Tierra Santa hasta la lucha contra el cambio climático, el mundo necesita a Estados Unidos, al Estados Unidos verdaderamente americano.

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