Cuando los ayatolás organizan en Teherán un acto de masas para hablar de asuntos políticos nacionales y/o internacionales, la prensa occidental emplea la fórmula “integrismo” o “fundamentalismo”. Y en efecto, no otra cosa es la abierta ingerencia de los líderes religiosos en los asuntos públicos, aquellos que conciernen a creyentes y no creyentes.
En Madrid, unos cuarenta obispos, con el cardenal Rouco Varela a la cabeza, han celebrado hoy, último domingo de 2007, una concentración de masas en la que han criticado abiertamente algunas de las decisiones políticas adoptadas en la legislatura que termina por los representantes de la soberanía popular: el llamado divorcio express, el matrimonio entre homosexuales, la asignatura Educación para la Ciudadanía… Puestos a atacar, incluso han atacado decisiones de legislaturas anteriores, como el aborto.
Aún más, el arzobispo de Valencia, cardenal Agustín García-Gasco, se ha permitido el lujo de dar lecciones públicas de teoría política, asegurando que el laicismo (o sea, la independencia del Estado respecto a la religión, cualquier tipo de religión) es contrario a la democracia. El disparate es tan mayúsculo como revelador del pensamiento de la jerarquía católica española: la única “democracia” que ellos aceptarían sería una que no diera el menor paso sin recibir la correspondiente aprobación de la Iglesia. Y muy en particular en asuntos que los obispos consideran su materia reservada: el matrimonio, la familia, la enfermedad y la muerte, la educación…
Es normal que lo vean así: España fue durante siglos un Estado teocrático (como lo es hoy la República Islámica de Irán). Sus máximas autoridades, empezando por Su Muy Católica Majestad, debían atenerse en su vida privada y en su acción pública a los dictados del clero. Incluso durante buena parte del siglo XX, cuando en Francia llevaban ya un siglo largo de Estado laico, España fue gobernada dictatorialmente por un régimen nacional-católico cuyo jefe se proclamaba “Caudillo por la gracia de Dios”.
La democracia española de los últimos treinta años no ha podido culminar el proceso de plena separación del Estado y la religión católica. Ha sido, pienso, un asunto de correlación de fuerzas: la derecha autoritaria, nacionalista y clerical es muy poderosa en este país, por no hablar de la Iglesia en sí. Además, una y otra están estrechamente entrelazadas: la derecha política defiende sistemáticamente los intereses de la Iglesia y la Iglesia, como ha ocurrido este domingo en Madrid, ayuda a la derecha política ante una inminente campaña electoral.
Sirva de consuelo el saber que ningún obispo ha justificado hoy en Madrid la pederastia, como lo hizo hace pocos días el de Tenerife.