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Cosecha de guerra / Sobre corresponsales de guerra / Mercurio / Periodismo y literatura

Mercurio / Panorama de Libros / Fundación José Manuel Lara / Número Noviembre 2007

Cosecha de guerra

Javier Valenzuela

Iba a escribir que lo primero es la rabia, pero no es verdad. Lo primero tampoco es el estupor, la compasión, el asco o el llanto, y, desde luego, no es el miedo. Quizá lo primero sea el ego, la adrenalínica subida de autoestima que da el hecho de que tú, el hijo de tu padre y de tu madre, estés allí donde la gente mata y muere a mansalva. Los demás -tus parientes, tus amigos, tus compañeros, tus vecinos- no están allí, están en sus hogares, sus despachos o algún restaurante, a cientos o miles de kilómetros de distancia; pero tú, en cambio, estás allí, lo estás viendo, lo estás oliendo, lo estás escuchando, lo estás viviendo. Oyes el tableteo de las ametralladoras, el petardazo de los lanzagranadas, el silbido ominoso y terminado en una descomunal mazazo de los proyectiles de artillería y los misiles de la aviación; contemplas cómo tipos sucios, mal afeitados y de ojos enrojecidos disparan con la aviesa intención de matar a otros tipos igualmente sucios, mal afeitados y de ojos enrojecidos; cuentas los cadáveres tras la batalla, marionetas despanzurradas en un paisaje de escombros, hierros retorcidos y batiburrillos de ropa. Y si sobrevives, vas a contarlo; sí señor, vas a amargarle el desayuno a tus parientes, amigos, compañeros y vecinos contándoles cómo es el mundo cuando dejan de funcionar determinados frenos.

Así que lo primero -y lo último- es la literatura. El corresponsal de guerra como personaje literario en sí. Como lo son el espía traidor o la hermosa muchacha local de la que se enamora el extranjero. De este modo me sentía yo en Beirut, en Sarajevo, en Gaza o en la península de Fao que se disputaban a sangre y fuego iraquíes e iraníes en la segunda mitad de los años ochenta. Así sentía yo que se sentían Arturo Pérez Reverte, Maruja Torres, Manu Lenigueche, Tomás Alcoverro y otros corresponsales de guerra españoles con los que me cruzaba. Éramos protagonistas de lo que habíamos leído muchas veces, de lo que también habíamos visto en alguna que otra película. Y luego resulta –y de ahí que también diga que la literatura es lo último- que muchos de aquellos corresponsales de guerra enviaban crónicas escritas como dios manda, o sea, a toda velocidad, desde las tripas y excelentes como literatura.

A finales del verano de 1982 el británico Robert Fisk fue uno de los primeros periodistas que entraron en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, donde los falangistas cristianos acababan de asesinar a cientos de civiles ante la mirada cómplice de las tropas israelíes. La crónica que envió desde Beirut es ya un clásico del periodismo. En su primer párrafo, Fisk cuenta como su reflejo inmediato, reflejo notarial de reportero, fue contar los cadáveres: uno, dos, tres, cuatro, cinco, diez, veinte, treinta… “Cuando llegué a cien dejé de contar”, escribió al final de esa insuperable entradilla.

Algunas de las más fulgurantes páginas en prosa de los últimos cien años han sido escritas por gente como Fisk. Unos sólo fueron periodistas –casi nada-, otros también publicaron ficción y todos fueron individuos valientes y comprometidos. Por ejemplo, el estadounidense Michael Herr, autor de “Despachos de guerra”, una recopilación de sus crónicas vietnamitas, cuya calidad y autenticidad dejó pasmado a John Le Carré.

Confieso que la guerra es el material más evidente para un escritor. Si se tienen cuaderno y pluma y se anota lo que se ve, lo que se oye, lo que se huele, lo que se piensa, lo que se siente, todo es dinamita. Nada supera la desnuda intensidad del odio, la violencia y la destrucción en tiempos de guerra, ni tampoco del amor, la amistad y la solidaridad en tiempos de guerra. Ahora bien, hay que estar ahí; hay que mirar, escuchar, olfatear, pensar y sentir, y ahí que saber contarlo. Es lo que hacen los miembros de lo que Manu Leguineche bautizó como “la tribu”, una panda inconfundible de tipos alborotadores, temerarios, testarudos, ególatras y absolutamente rompepelotas.

Bastantes han pasado a la historia de la literatura más reciente: John Reed, Albert Londres, los escritores que cubrieron a pie de trinchera la guerra civil española -Orwell, Dos Passos, Hemingway y tantos otros-, la pareja formada por Larry Collins y Dominique Lapierre, la italiana Oriana Fallaci -que atribuía el cáncer que la mató al humo tóxico respirado cuando los soldados en retirada de Sadam Husein incendiaron los pozos petroleros de Kuwait-, el polaco Ryszard Kapuscinski…

Decía este último: “Lo que no se puede ser es cínico”. O, por decirlo con una fórmula hoy en vigor en determinados medios periodísticos, equidistante. Déjenme que lo diga con toda claridad: a veces resulta difícil identificar al culpable o a los culpables de una guerra más allá de cualquier duda razonable, pero siempre es facilísimo identificar a las víctimas. Facilísimo. Y el buen corresponsal de guerra es el que da voz a unas víctimas que están pidiendo a gritos que el mundo, todo el mundo, sepa. El silencio o la equidistancia es la puntilla de las víctimas.

Ya lo decía la periodista Martha Gellhorn en los peores días de los bombardeos franquistas sobre el Madrid republicano: “¡A la mierda con la objetividad!”

http://www.revistamercurio.es/index.php/revistas-mercurio-2007/mercurio-95/353-12-cosecha-de-guerra

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