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Ni leche ni miel / Asesinato de Rabin / Columna en El País / Jerusalén / Israel / Palestina

15-11-1995, El País, Internacional / Columna

Ni leche ni miel

JAVIER VALENZUELA

El sol madruga mucho en Oriente Próximo y también se va a la cama muy pronto. El otro día regresaba a Jerusalén con Juan Carlos Gumucio cuando, hacia las seis de la tarde, una enorme luna amarilla se levantó sobre las murallas de la Ciudad Santa. Fue tan hermoso que intenté dejarme llevar por los mejores sentimientos y darle credibilidad al mito de que ésta es una tierra de leche y miel. Pero la impresión no logró cuajar. Habíamos estado en Hebrón y Gaza y sólo habíamos hablado de odio, violencia y muerte. En relación a mis anteriores viajes a Tierra Santa, la novedad estribaba en que al enfrentamiento entre israelíes y palestinos se añadía el que los israelíes acababan de descubrir en el seno de su misma comunidad.


Numerosos observadores internacionales venían subrayando que el poderoso sentimiento colectivo de autodefensa frente al mundo árabe -y, en general, frente a todo el mundo- que unificaba el Estado hebreo apenas podía ocultar las múltiples fracturas que recorrían, y recorren, su interior. Entre ellas la que opone a laicos y religiosos, demócratas y totalitarios, partidarios de un Estado viable y creyentes en el Eretz Israel bíblico. Pero los israelíes, o al menos la mayoría de ellos, no lo querían ver. Ahora, el asesinato por un judío de Isaac Rabin ha roto el velo y los israelíes se miran entre sí con desconfianza. Lea Rabin, la viuda, lo ha dicho con la lucidez de su terrible dolor. El fanatismo nacionalista de inspiración religiosa que Israel ha dejado crecer en su seno forjó la personalidad del asesino Yigal Amir. La feroz campaña contra el proceso de paz desencadenada Por los ultras y el derechista Likud creó un clima de linchamiento de Rabin y Simón Peres.


Los partidarios de un Israel democrático que ocupe un lugar normal en el concierto de las naciones saben ahora que los otros son capaces de todo, incluso de violar el precepto de que los judíos no matan a los judíos. Utilizando la misma lógica teocrática que los militantes palestinos de Hamás y Yihad Islámica, los extremistas judíos no son esos individuos pintorescos e inofensivos para su propio pueblo a los que se puede y debe utilizar para colonizar los territorios, ocupados. Constituyen una seria amenaza de guerra civil en Israel. Contando con las fatwas de los rabinos integristas, el dinero de sus camaradas, de Nueva York, la simpatía de parte de la opinión israelí y un buen arsenal, la nebulosa de yeshivas, colonias y grupúsculos partidarios del Eretz Israel, puede convertirse en el equivalente a la OAS de los colonos franceses en Argelia.


Pero nadie desea esa guerra en un Israel que recuerda que el segundo templo fue destruido a causa de las divisiones entre los judíos. Los demócratas se enfrentan al mismo dilema que han venido planteándole a Arafat: si quieres seguir adelante con el proceso de paz, limpia tu propia casa de extremistas. Ahora bien, como le ocurre a Arafat, les resulta muy duro tener que reprimir a compatriotas. Así que el Gobierno adelanta la idea de una posible conspiración para asesinar a Rabin sin terminar de levantar la veda del extremista. Aturdido por la audacia criminal de Yigal Amir y temeroso de represalias, el campo de los israelíes que no lloran la muerte de Rabin se mantiene a la defensiva sin renunciar a su convicción de que Cisjordania es propiedad del pueblo judío porque así lo dice la Biblia.


El otro día, después de que hubiéramos conversado con algunos colonos de Hebrón, Gumucio dijo con ironía: «Estos tipos no son integristas, fundamentalistas, extremistas, fanáticos o terroristas; tan sólo, ultraortodoxos”.

Se refería al eufemismo con que los israelíes, y los medios de comunicación occidentales, han intentado ocultar el hecho de que una lectura política totalitaria de los textos sagrados no es patrimonio exclusivo del islam, sino posible en cualquier religión y evidente en el caso de estos locos del Eretz Israel. Pese a la belleza de la luna levantándose sobre Jerusalén, esta tierra parecía menos santa que nunca: y sólo como un sarcasmo podía llamársele tierra de leche y miel.

© EDICIONES EL PAÍS, S.L. – Miguel Yuste 40 – 28037 Madrid (España)


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