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Bailando en la ciudad sitiada / Crónica del fin de semana en Sarajevo / Bosnia

 

Bailando en la ciudad sitiada / Los habitantes de Sarajevo disfrutan con escepticismo de sus primeros fines de semana tras el alto el fuego

 

JAVIER VALENZUELA – Sarajevo – Enviado Especial – El País, 24/10/1995

Tienen entre 16 y 25 años. Ellos, con el pelo rapado en las sienes, zarcillos en las orejas, vaqueros y cazadoras; ellas, con melenas rubias, pelirrojas o morenas y ajustados leotardos o minifaldas. Unos y otras tienen la piel pálida, los pómulos altos’ y los ojos claros de los eslavos. Hermosos de por sí, aún lo son mas por su voluntad de amar y divertirse en éste Sarajevo sometido al más largo y cruel asedio de la historia contemporánea europea, un Sarajevo que apenas puede creer que está disfrutando de su segundo fin de semana consecutivo de tregua. Escarmentados por los ataques aéreos de la OTAN, los sitiadores chetniks, las bandas serbobosnias de Karadzic y Mladic parecen aceptar una pausa tan, larga a su deporte favorito de disparar con fusil contra ancianos que atraviesan la calle o con mortero, lanza granadas o cañón contra los mercados y las escuelas.

 

Son las nueve de la noche del sábado en el subterráneo Club BB, de la calle Kulovic. «Por favor», dice un cartel a la entrada, «dejen sus armas al servicio de seguridad». El local está a rebosar y suena música disco en una lengua que siendo la misma, aquí llaman bosnia, en Zagreb croata y en Belgrado serbia. Á la luz de los proyectores amarillos, verdes y rojos, estos muchachos de Sarajevo, que han pagado dos marcos alemanes (unas 175 pesetas) por entrar; beben cerveza eslovena Zlatorog Club, colas norteamericanas o naranjadas de bote de un horrible sabor metálico. En algunas mesas se ven pastillas, de chocolate, una de las chucherías mas apreciadas en la ciudad y en un mercado en el que abundan las marcas españolas. Dos tercios de los asistentes conversan, ríen o se besan en las mesas; el resto se agita en la pista. No es sólo la fiebre del sábado noche, es la necesidad febril de sentirse vivos que, en los años ochenta, llevaba a los chavales de Beirut Oeste al Back Street y a los del Este a las discotecas de Yunieh.


Se produce entonces una de esas casualidades que subrayan irónicamente las verdades del barquero de la existencia. La música pasa de la lengua de los eslavos del sur al inglés en forma de una canción cuyo estribillo dice: AlI I wonna say is that they don’t really care about us (.»Lo único que quiero decir es que a ellos no les preocupamos realmente»). Es ése exactamente el sentimiento de los habitantes de, Sarajevo. «No quiero hablar ahora de política», dice Alma con el rostro ruborizado por la excitación del baile, «pero ya que me lo pregunta le diré que si tenemos ahora el alto el fuego es porque Estados Unidos va a entrar en campaña electoral y a Clinton no le conviene que la televisión pase imágenes de matanzas en Sarajevo».


Hay que apurar el goce. Dentro de poco el Club BB, la única posibilidad de bailar en la ciudad, cerrará. Sigue vigente el toque de queda y a las once de la noche todo quisque debe estar en casa. También los oficiales de la ONU y los periodistas extranjeros, afortunados vecinos de Sarajevo que han cenado en los restaurantes del Club de Escritores y en el Boemi. El regreso se efectúa en automóvil o caminando con linternas en medio de una oscuridad tan espesa como la ignominia que la política de no intervención en Bosnia ha arrojado sobre los líderes de la Unión Europea. No se distinguen entonces los edificios acribillados o reventados, las ventanas cubiertas con plásticos donados por ACNUR y las barreras de sacos terreros, contenedores y carcasas de coches; ni se ve a los mutilados paseando su desdicha, las mujeres embarazadas cargando bidones de agua, los ancianos escarbando entre las basuras o los colegiales haciendo autoestop. Sarajevo de noche es tan triste como de día, pero de otra manera.


Antaño alegre y confiada, Sarajevo es triste por la muerte y la destrucción sembradas por la agresión serbia y por el dolor y el escepticismo que la pasividad europea han instalado en el alma de sus habitantes. «Creíamos de veras que Europa occidental no toleraría la destrucción de una ciudad que simboliza la convivencia pacífica de diferentes comunidades», dice Amir, el patrón de un restaurante de la parte vieja de la ciudad, la adoquinada Bascarsía de las mezquitas de estilo otomano-balcánico, las casas bajas con telas rojas, las librerías con el Corán en serbocroata y las tiendas de productos artesanos en cobre o latón, narguiles y juegos de café turco, que aquí llaman bosnio. Amir tiene el cabello blanco, la ropa limpísima pese a la penuria de agua y mucha dignidad profesional. Mientras en el tocadiscos suena la Carmen de Bizet, ofrece su escuálido menú para el almuerzo del sábado. «Veo que tienen calamares», dice el cliente. «Sí, señor», responde el patrón, «pero no son frescos, son congelados. Le recomiendo que pruebe el chebabchichi y que lo acompañe, con un vaso de yogur. De postre, eso sí, le puedo ofrecer ensalada de frutas frescas».


El domingo amanece fresco, soleado y estimulante. «Qué maravilloso día», dice la escritora norteamericana Susan Sontag desayunando en la cafetería de periodistas. Suenan los Gipsy Kings. La recién llegada Sontag pregunta inquieta a un grupo de corresponsales por las, posibilidades de que el proceso de paz respete la existencia de un Estado bosnio unido, soberano y multicultural, aquel por el que ha sufrido durante tres años y medio el pueblo de Sarajevo. Nadie puede ofrecerle una respuesta tranquilizadora. Casi todo está cerrado, excepto los puestos callejeros de periódicos y cigarrillos, las tiendas de alimentación y el mercado cubierto de la peatonal calle Ferjadía, en cuya parte trasera unos carteles recuerdan que el 28 de agosto allí cayó el artefacto que provocó la enésima matanza de civiles en Sarajevo y desencadenó, al fin, la acción aérea de la OTAN contra los sitiadores serbios.

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