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Marruecos en un cruce de caminos. Reportaje en El País Semanal

Marruecos: en un cruce de caminos

EL PAÍS SEMANAL, 17 de Septiembre de 1995

JAVIER VALENZUELA, Marraquech, Tánger, Rabat, Casablanca 

     La penumbra iba invadiendo el salón. Me levanté del sofá y me acerqué a la ventana. Allí, abajo, estaba el mar. A través del bosque de ropa tendida y antenas de televisión de las escalonadas terrazas de la kasbah se le veía acariciar el puerto y la playa de Tánger. A la derecha, desde Oriente, salía una Luna redonda y translúcida. Volví a sentarme. Aún quedaba un poco de café frío en la taza y lo apuré de un trago. Farida, que no se había movido de su sillón, encendió un cigarrillo y sólo entonces me fijé en el cuadro que tenía a su derecha. Era una acuarela que representaba a unas niñas, asomadas en gráciles posturas a una azotea enjalbegada. El cielo era de un azul tan alegre como los trajes verdes, amarillos y naranjas de las niñas. Farida rompió el silencio: «Así vivíamos las marroquíes de las ciudades. Si las calles eran de los hombres, las azoteas eran de las mujeres».

    Farida era Farida Benlyazid, guionista y directora de cine. Estábamos en su casa de la kasbah de Tánger. Ella era una infatigable narradora. «Una vez», dijo, «hice un corto que se llamaba Sobre la terraza. Era la historia de una niña de Xauen de los años cincuenta. Un día, la niña va a Tetuán y desde una azotea descubre la existencia del cine. Entonces, los cines de Tetuán eran al aire libre. Pues bien, la niña empieza a imaginar que ella es Saida al Horra, la Señora Libre, una reina del siglo XVII que, desde Xauen, dominó todo el norte de Marruecos. El recuerdo de Saida al Horra sigue muy vivo entre las mujeres de Xauen: todas las madres hablan de ella a sus hijas. Pues bien, nuestra niña juega a interpretar el papel de la reina delante de un espejo hasta que uno de sus hermanos la descubre y le dice: «¿Te has vuelto loca?» La niña le replica: «¡Déjame en paz! ¡No entiendes nada! ¡Estoy haciendo cine!».

    Sonreí, y Farida también sonrió. Nuestra conversación se desarrollaba en castellano, que Farida hablaba tan bien como el árabe y el francés y con un suave acento andaluz. Era una mujer de edad media, pelo oscuro y rizado y gafas de gruesos cristales sobre un rostro claro, dulce y simpático. Vestía un caftán violeta estampado con flores negras y amarillas. Había vivido mucho tiempo en París, se había casado tres veces y tenía tres hijos. Su último trabajo, el guión del largometraje A la búsqueda del marido de mi mujer, había sido un éxito popular en Marruecos. Se trataba de una comedia de costumbres que ridiculizaba los machistas sistemas de repudio vigentes en los países musulmanes. Pero esa tarde Farida prefería hablar de su primer largometraje como directora: Una puerta hacia el cielo.

    «Cuando salió, en 1991», dijo, «los críticos tanto de Francia como de Marruecos no sabían por dónde cogerla, si aprobarla o condenarla. Les parecía algo extraño». ¿Por qué?, pregunté. «Pues porque cuenta la historia de una chica marroquí que lleva varios años viviendo en Francia al modo occidental y que tiene que viajar a Marruecos porque su padre ha muerto. Ella tiene muy claro que va a regresar a París tras el entie­rro, pero se encuentra con una mujer que canta el Corán, que es como Um Keltum empezó su carrera, y, a través de esa mujer, se descubre una gran necesidad de espiritua­lidad y se enamora de su cultura original. Así que, en la casa que ha heredado de su padre, decide fundar una zagüía femenina, un albergue o cofradía sólo para mujeres. Luego, la chica adquiere poderes para curar a la gente y empieza a ser considerada una santa. La verdad es que yo misma, cuando iba escribiendo el guión, me decía: ¡Qué deli­rio! Pero las mujeres marroquíes lo entendie­ron muy bien».

     La historia de Una puerta hacia el cielo, dije, es tu historia, ¿no? Farida rió y respon­dió: «Un poco. Me sentía vacía tras una larga etapa de progresismo y feminismo en París: necesitaba amor. Y descubrí que el sentido profundo de todas las religiones es preci­samente eso: amor. Así que no tengo ninguna vergüenza en definirme como una musul­mana practicante. ¿Me convierte eso en una loca, una reaccionaria, una terrorista? Yo creo que no; no sé qué pensarás tú». Negué con un gesto y Farida prosiguió: «No puedo aceptar la imagen del islam que están dando los islamistas, integristas o como quieras llamarles. El islamismo es una utilización política de nuestra religión que no puedo compartir. El islam es tolerancia o no es islam».

    Le dije que en Tánger había visto más muchachas con el uniforme islamista — esos severos pañuelos y gabardinas que nada te­nían que ver el caftán, la chilaba, el haik o cualquiera de los tradicionales trajes femeninos del Magreb — que en otras ciudades marroquíes. Respondió: «Sí, aquí parece que son más fuertes. Pero Tánger es así: tiene muchas islamistas, tiene muchas prostitutas y en medio hay de todo». Tánger, en efecto, era así: una ciudad fronteriza y, por lo tanto, plural y apasionada. Las lenguas, mucho más sueltas en Marruecos que en la mayoría de los países árabes, eran allí libérrimas. Todos hablaban aquellos días de la crisis de las relaciones con España. El estrecho de Gibraltar volvía a convertirse en una trinchera. Lo mucho que España había avanzado en los terrenos cultural y económico en Tánger podía perderse: los marroquíes estaban enfadados por los estatutos de autonomía de Ceuta y Melilla, el procesamiento de su cón­sul en Málaga, la furibunda reacción a su de­recho a poner condiciones a la pesca en sus propias aguas territoriales y las amenazas sobre los inmigrantes que atravesaban el Es­trecho.

     «Rencillas normales entre vecinos», desdramatizaba Farida. Ella era hija de una rifeña formada en una escuela española y encontraba muchas más ventajas que desventajas a cualquier esfuerzo por mejorar las relaciones entre dos países, España y Marruecos, convertidos por la geografía y la historia en puntas de lanza de dos culturas distintas y emparentadas. Le pedí que me hablara de su madre. «Heredé», dijo, «el rigor de mi padre y la fantasía de mi madre. Mi padre era muy tradicional, y mi madre, muy libre y muy luchadora. Luchó para quitarse el velo y lo consiguió. Las mujeres marroquíes son muy luchadoras».

      A Farida le parecía «una tontería» considerar que, por definición, el islam es enemigo de las mujeres. «El Profeta luchó por la libertad de las mujeres, pero encontró grandes resistencias en los hombres y, a su muer­te, éstos volvieron a las andadas. Lo que pasa es que los intérpretes masculinos de to­das las religiones han dicho muchas tonte­rías: algunos doctores de la Iglesia católica llegaron incluso a sostener que las mujeres no tienen alma. Pero en el Corán no hay nada contra las mujeres. Hay que leer bien ese libro. Por ejemplo, lo del velo se mencio­na tan sólo en relación a las esposas del Pro­feta. Y lo de la poligamia también hay que leerlo bien. Mi padre estaba en contra de la poligamia. Decía que el Corán exige a los hom­bres que, si temen ser in­justos con una sola de sus mujeres, no practi­quen la poligamia. ¿Has leído Sultanas olvidadas, el libro de Fátima Mernissi? Demuestra que to­das esas cosas contra las mujeres, el velo, la poli­gamia, el repudio y lo demás, pertenecen más a la tradición árabe que a la musulmana».

     Tenía cita en Salé, al lado de Rabat, con Na­dia Yasín, que, sin duda, tendría una versión dife­rente sobre esos asun­tos. Nadia era hija de Abdesalam Yasín, líder de Al Adl Wal Ihsan (Justicia y Espirituali­dad), la principal aso­ciación del islamismo marroquí. Yasín, un funcionario del Ministe­rio de Educación de 67 años de edad, llevaba un lustro en situación de arresto domiciliario en su casa de Salé, y ello, sin ningún tipo de pro­ceso. Otros miembros de su asociación cum­plían condenas de hasta 20 años de cárcel. Que el islamismo marroquí es­taba muy lejos de tener el arraigo popular del argelino o el egipcio era algo que se podía comprobar a simple golpe de vista en las calles del reino jerifiano. Pero, despacito, iba sembrando y cosechando en las universidades y los suburbios de las gran­des ciudades.

      Otros eran, sin embargo, mis pensamien­tos mientras conducía desde Tánger a Rabat. Como casi siempre en Marruecos, la ca­rretera era peligrosa: estrecha y con firme en mal estado, arcenes minúsculos, controles frecuentes de la Gendarmería Real, coches y camiones lentísimos por vetustos, motos y bicicletas sin luces de señalización y campesinos cruzando con sus animales por cualquier parte. Ni siquiera el paisaje era un consuelo: la sequía había socarrado las habitualmente verdes y húmedas llanuras del Marruecos atlántico. Ello agravaba la recesión económica, ahondaba las diferencias sociales y disparaba la corrupción, de la que eran un símbolo esos billetes de diez dirhams sobadísimos de tanto pasar de mano en mano.

      «Marruecos es un fruto podrido que pronto caerá al suelo. Nosotros preferimos estar en la oposición e incluso estar privados de libertad a tener cualquier relación con ese fruto». Hablaba Nadia Yasín en su apartamento de Salé. Nadia, convertida, a falta de su padre, en portavoz de Justicia y Espiritualidad, era una joven de rostro pálido y agradable, que envolvía el resto del cuerpo en un uniforme islamista. Conversábamos en una habitación alfombrada, decorada con citas del Corán e iluminada por una desnuda bombilla. Le pregunté por su padre. «Está muy bien de salud y de ánimo», respondió, «pero encerrado en su casa de Salé, sin poder salir ni recibir visitas. Es la voluntad del rey».

     ¿Qué podía reprocharle la familia Yasín a un país como Marruecos, regido por un emir al muminim, un príncipe de los creyentes des­cendiente directo del Profeta? «En Marruecos», contestó Nadia sin titubeo, «sólo se mantienen las apariencias del islam. Aquí no hay justicia social, que es la esencia de nuestra religión. Una élite occidentalizada del 5% de la población vive lujosamente a costa de la miseria del 95% de la comunidad. Eso es intolerable.» Fui directa al grano: ¿Ponen ustedes en cuestión la condición de emir al muminim del rey Hassan II? «En Marruecos», dijo Nadia, «hay gente que entra en la cárcel por sus ideas. Permítame que no le responda a esa pregunta». Busqué otro flan­co y le pregunté por sus métodos para acelerar la caída del fruto podrido. También me estaba esperando: «Un punto muy claro para nosotros es la no violencia. Podemos comprender que nuestros hermanos argelinos se hayan visto obligados a emplearla cuando el poder militar les robó su victoria electoral y empezó a eliminarles físicamente. Pero no es ésa, ni mucho menos, la situación de Marruecos».

      Apareció el té a la menta, y con él, dos muchachas de ojos rasgados, oscuros y penetrantes. Iban envueltas, ellas sí, con velos y caftanes tradicionales de color azul turquesa y verde almendra. Nadia hizo las presen­taciones: una de las hermanas — así las llamó — era farmacéutica; la otra, matemática. Nadia, por su parte, se proclamó pintora de cuadros. «Pienso», dijo, «que la mujer debe trabajar. Decir que la mujer debe quedarse en casa es un subdesarrollo total». ¿Y no era un subdesarrollo total lo del velo?       Las tres muchachas rieron abiertamente. «El velo», contestó Nadia, «no será obligatorio en el futuro Marruecos islámico. El Corán dice que no debe practicarse la imposición en materia de religión. Ahora bien, nosotros recomendamos vivamente que las mujeres lo lleven en público por voluntad propia». ¿Y qué pasaría con el alcohol en un Marruecos verdaderamente islámico? «El islam no da derecho a entrar en la vida privada, pero considera sagrado el espacio público. Le aseguro que no habrá bares en el Marruecos del futuro».

     Nadia hablaba con firmeza, pero sin ese aire alumbrado que solía caracterizar a los islamistas de otros países. Aún más, ella y sus hermanas sonreían con tanta frecuencia que me permití bromear sobre la hipocresía de los saudíes, que practicaban en su país un islam puritano e inquisidor y se desfogaban en Marbella. Lo aceptaron con jolgorio. Antes de que me fuera, la hija de Abdesalam Yasín me encargó una misión: «Pida a los españoles que dejen de vernos como enemigos. Dígales que el islam es un mensaje de paz. Tenemos que vivir y trabajar juntos para salvar el planeta. La ecología es el elemento de unión entre los occidentales y los musulmanes».

     Cené luego en La Mamma, ya en Rabat, con Ahmed Sanoussi, el humorista al que el Gobierno marroquí tenía prohibido aparecer en teatros y cadenas de televisión. Mientras apurábamos una botella de Ait Souala, un buen tinto de la región de Guerrouame, le con­té que Nadia Yasín me había sorprendido por su buen humor. Conve­nimos en que Marrue­cos era diferente hasta en materia de islamis­tas. Al pícaro y gordin­flón Sanoussi le encan­taba hablar de política. Él estaba de parte de la izquierda laica, democrática y legalizada, que seguía siendo la principal fuerza de oposición. Hassan II, aceptaba Sanoussi, ha­bía realizado impor­tantes gestos liberalizadores, pero la oposi­ción tenía razón en no aceptar la propuesta del monarca de incor­porarse al Gobierno. Para ello eran preci­sas reformas constitucionales que reduje­ran las prerrogativas del rey y garantiza­ran la separación de poderes y la limpieza de los procesos electorales. «Entretanto», dijo Sanoussi, «el pueblo marroquí sigue aguantando gracias a sus principales virtu­des: el humor y la solidaridad».

     Era domingo y las playas entre Rabat y Sjirat estaban repletas de bañistas. Miles de chicas tomaban el sol en ajustados biquinis al lado de sus madres y abuelas. Las madres llevaban bañadores más púdicos y las abuelas iban enteramente cubiertas, al­gunas incluso con el lizam, el pañuelito que velaba la parte inferior del rostro. Yo iba camino de Casablanca por la carretera de la costa y me decía que viajar por Marrue­cos era hacerlo por el tiempo. Se acumula­ban imágenes de la Biblia, la Edad Media, el colonialismo y el alba del siglo XXI.

     La Gran Mezquita Hassan II de Casablanca estaba rodeada por uno de esos ba­rrios populares del Tercer Mundo que pa­recen a punto de reventar por el calor, la estrechez económica y la superpoblación. Había mucha ropa tendida en las destarta­ladas fachadas de los edificios y muchos chavales practicando el democrático de­porte del fútbol en calles abarrotadas de chatarra y basura. Eso era lo normal en Casablanca, pero chocaba en la vecindad de una mezquita que había costado siete años de trabajos y unos 60.000 millones de pesetas. Esa mezquita era, desde fuera, una mole a la que el estilo andalusí y los colores beis, verde y rosa evitaban por los pelos convertirse en un mazacote. El alminar, de 175 metros, era el más alto del mundo y se recortaba contra un cielo despejado.

     Visité el interior de la mezquita junto con un grupo de jubilados israelíes de am­bos sexos. Llevaban en sus gorros y cami­setas leyendas en hebreo que no pude des­cifrar y rieron como niños al tener que des­calzarse en la entrada. Uno me dijo que ve­nían de Jerusalén y, ante las miradas re­probatorias de sus compañeros, selló sus labios. Los demás hicieron piña en el silen­cio. Era evidente que se les había recomen­dado no hablar con desconocidos, así que atendí a las explicaciones de la guía marro­quí, una joven vestida con pantalones, ca­misa floreada de manga corta y sin ningún tipo de velo. Contó que la sala de oración donde nos encontrábamos tenía unos 60 metros de altura, el equivalente a unos 20 pisos, y detalló la cantidad, calidad y pro­cedencia de los mármoles, maderas, azule­jos y cristales de la decoración. Todo era demasiado grande, demasiado sobrecarga­do, demasiado lujoso.

     Había comenzado mi viaje en Marraquech, en la casa de Juan Goytisolo, al lado del Cinema Edén. Empezaba a caer la tarde y los gorriones alborotaban buscan­do huecos para pernoctar en el limonero y el naranjo del patio. Las tortugas se habían inmovilizado en algún rincón y se es­cuchaba, como una invitación, la musiquilla de flautas, panderos y tambores de la plaza Xemaa el Fna. Así que hacia allí, sorteando el enjambre de humanos a pie, en bicicleta o en moto, me fui con Juan y su amigo Abdelhadi. Pasamos frente al café Harum el Rashid, cuya cutrez no tenía nada que ver con los decorados de las pelí­culas de Hollywood sobre Las mil y una no­ches, y, con su socarronería habitual, el mostachudo Abdelhadi dijo: «Ahora le lla­man Harum el Hachís». 

     Paseamos por Xemaa el Fna. Nada ha­bía cambiado, salvo que el alminar de la Kutubía estaba en restauración. Seguían las halkas, esos corros formados en torno a contadores de historias; los figones con sus espesas humaredas; los tipos que exponían dientes sueltos y dentaduras postizas; los encantadores de serpientes; los vendedores de productos para reforzar el miembro vi­ril; los exprimidores de naranjas; los ho­mosexuales europeos en busca de ligue y los chavales marroquíes a la caza del turis­ta. En fin, todo parecía en orden. Bueno, no todo. El café favorito de Juan, el Matich, había cerrado y en su lugar había ahora una teleboutique, una de esas tien­das privadas desde donde telefonear a pre­cios baratos que florecían en todo el reino. Nos instalamos, pues, en el café Argana y contemplamos el divertido trasiego de gentes. Al cabo de un rato, se sentó en nuestra mesa Mbarek, un prominente miembro de la cofradía musical de los Gnaua. Mbarek, negro, alto, con gafas de pasta y chilaba blanca con rayas grises, me contó que ha­bía actuado en Sevilla y Marbella con el pianista norteamericano Andy Weston. Su especialidad era tocar los crótalos. Yo le conté que al día siguiente iba a visitar Mulay Brahim, a 50 kilómetros al sur de Marraquech. Iba a solicitar la baraka, la ben­dición del santo del mismo nombre allí enterrado. «Eso está muy bien», aprobó. «Aunque ese santo está especializado en aportar fertilidad a las mujeres no le hará a usted ningún daño pedirle buena suerte».

     La aldea bereber de Mulay Brahim es­taba situada en medio de las montañas del Atlas. Sus casas, que trepaban entre higueras, rosales y chumberas, eran cúbicas y con tejados planos como las de La Alpujarra. Mujeres con pañuelos y caftanes de mucho colorido exhibían álbumes con fotos de los distintos modelos de dibujos para manos y pies que podían hacer con henna o alheña. Otros puestos llevados por varones vendían talismanes contra el mal de ojo y encantamientos para seducir a los hombres. Y los demás ofrecían bastones, rosarios, especias, dátiles, frutos secos, carnes, frutas, hortalizas, cigarrillos suel­tos, hogazas de pan o juguetes de fabricación asiática. No lejos del santuario que guardaba los restos del venerado Mulay Brahim había un local de videojuegos. Ma­rruecos tenía el estómago de hierro: asimi­laba las novedades sin hacer desaparecer lo existente.

     Mulay Brahim era un modelo de esa re­ligiosidad popular marroquí tan próxima a la andaluza. Entre el Dios único y abstrac­to del Corán y la realidad plural y concreta de los seres humanos quedaba mucho es­pacio: el que llenaban los morabitos o santos; las zagüías o cofradías y los musem o romerías. Días después le preguntaría a Nadia Yasín por ese islam popular marroquí. «Las zagüías», respondería, «han sido históricamente un refugio para vivir la espiritualidad. Han permitido conservar las enseñanzas de los maestros sufíes. Pero, con el tiempo, las zagüías se han vulgarizado, se han desviado, se han convertido en templos del politeísmo».

     No era ésa la opinión de Jaafar Kansoussi. Jaafar era un joven de cabello rizado y bien cortado y doradas gafas metálicas sobre un rostro redondo y aceitunado. Vestía chilaba blanca con arabescos bordados en rosa y calzaba babuchas amarillas. Dábamos cuenta de una pastilla en la terraza de su casa en las afueras de Marraquech, a la sombra de una parra, rodeados de adelfas y frente a un huerto de naranjos, olivos e higueras. El dueño de semejante jardín de Epicuro había estudiado ingeniería en París, estaba casado con una francesa y tenía dos hijos. «Desde siempre», dijo, «ha habido un pulso entre un islam rigorista, puritano y austero y otro tolerante, abierto y plural. Esté último recoge la tradición sufí y respeta el culto popular de los santos y las romerías. La sociedad marroquí sigue profundamente apegada a este último islam. Eso es lo que la estabiliza». Jaafar era un entusiasta de Al Andalus y sus maestros intelectuales, empezando por el místico sufí Ibn Arabi. «Lo importante», prosiguió, «es la búsqueda del ideal de perfección humana que siempre ha inspirado al tasauf o sufismo. Vivido a partir de ese ideal, el islam es la religión más liberal del mundo. Le pongo un ejemplo: Ibn Arabi decía qué la mujer es exactamente igual que el hombre y que puede dirigir la oración. Eso era revolucionario en su época, finales del siglo XII y comienzos del XIII. Y sigue siendo revolucionario: piense que todavía hoy la Iglesia católica no acepta el sacerdocio de las mujeres». La familia Kansoussi, de la burguesía ilustrada de Marraquech, estaba muy vinculada a la zagüía Tixanía. Jaafar mantenía esa tradición y rechazaba el integrismo. «El islamismo», dijo, «es un fenómeno moderno. Iré más lejos: diré que es de lo más abyecto de la modernidad. Su visión del islam es inculta, burda, parcial. La mejor manera de oponerse a esa marea negra es revitalizar nuestra espiritualidad tradicional. Y ello no está en contradicción ni con e! uso de los ordenadores ni con el ejercicio de la democracia».

    Uno de aquellos días, señalando la plaza Xemaa el Fna, Juan Goytisolo me dijo: «Esta gente siempre está riendo o sonriendo, se nota que se siente a gusto con su cultura». Y también: «Los marroquíes son felices con poquísimo y por eso me cabreo cuando se les niega ese poco». Días después, Farida Benlyazid me diría en su casa de la kasbah de Tánger: «Los marroquíes nos tomamos la vida como viene. Para qué llorar. En cambio, todas las ocasiones son buenas para reír. Esa manera de tomarse la vida por el lado mejor es muy africana». Los dos tenían razón. En el avión que me devolvía a Madrid sentí repicar en mis oídos el alegre sonido de las campanillas de los aguadores marroquíes.

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