Marruecos: en un cruce de caminos
EL PAÍS SEMANAL, 17 de Septiembre de 1995
JAVIER VALENZUELA, Marraquech, Tánger, Rabat, Casablanca
La penumbra iba invadiendo el salón. Me levanté del sofá y me acerqué a
Farida era Farida Benlyazid, guionista y directora de cine. Estábamos en su casa de la kasbah de Tánger. Ella era una infatigable narradora. «Una vez», dijo, «hice un corto que se llamaba Sobre
Sonreí, y Farida también sonrió. Nuestra conversación se desarrollaba en castellano, que Farida hablaba tan bien como el árabe y el francés y con un suave acento andaluz. Era una mujer de edad media, pelo oscuro y rizado y gafas de gruesos cristales sobre un rostro claro, dulce y simpático. Vestía un caftán violeta estampado con flores negras y amarillas. Había vivido mucho tiempo en París, se había casado tres veces y tenía tres hijos. Su último trabajo, el guión del largometraje A la búsqueda del marido de mi mujer, había sido un éxito popular en Marruecos. Se trataba de una comedia de costumbres que ridiculizaba los machistas sistemas de repudio vigentes en los países musulmanes. Pero esa tarde Farida prefería hablar de su primer largometraje como directora: Una puerta hacia el cielo.
«Cuando salió, en 1991», dijo, «los críticos tanto de Francia como de Marruecos no sabían por dónde cogerla, si aprobarla o condenarla. Les parecía algo extraño». ¿Por qué?, pregunté. «Pues porque cuenta la historia de una chica marroquí que lleva varios años viviendo en Francia al modo occidental y que tiene que viajar a Marruecos porque su padre ha muerto. Ella tiene muy claro que va a regresar a París tras el entierro, pero se encuentra con una mujer que canta el Corán, que es como Um Keltum empezó su carrera, y, a través de esa mujer, se descubre una gran necesidad de espiritualidad y se enamora de su cultura original. Así que, en la casa que ha heredado de su padre, decide fundar una zagüía femenina, un albergue o cofradía sólo para mujeres. Luego, la chica adquiere poderes para curar a la gente y empieza a ser considerada una santa. La verdad es que yo misma, cuando iba escribiendo el guión, me decía: ¡Qué delirio! Pero las mujeres marroquíes lo entendieron muy bien».
La historia de Una puerta hacia el cielo, dije, es tu historia, ¿no? Farida rió y respondió: «Un poco. Me sentía vacía tras una larga etapa de progresismo y feminismo en París: necesitaba amor. Y descubrí que el sentido profundo de todas las religiones es precisamente eso: amor. Así que no tengo ninguna vergüenza en definirme como una musulmana practicante. ¿Me convierte eso en una loca, una reaccionaria, una terrorista? Yo creo que no; no sé qué pensarás tú». Negué con un gesto y Farida prosiguió: «No puedo aceptar la imagen del islam que están dando los islamistas, integristas o como quieras llamarles. El islamismo es una utilización política de nuestra religión que no puedo compartir. El islam es tolerancia o no es islam».
Le dije que en Tánger había visto más muchachas con el uniforme islamista — esos severos pañuelos y gabardinas que nada tenían que ver el caftán, la chilaba, el haik o cualquiera de los tradicionales trajes femeninos del Magreb — que en otras ciudades marroquíes. Respondió: «Sí, aquí parece que son más fuertes. Pero Tánger es así: tiene muchas islamistas, tiene muchas prostitutas y en medio hay de todo». Tánger, en efecto, era así: una ciudad fronteriza y, por lo tanto, plural y apasionada. Las lenguas, mucho más sueltas en Marruecos que en la mayoría de los países árabes, eran allí libérrimas. Todos hablaban aquellos días de la crisis de las relaciones con España. El estrecho de Gibraltar volvía a convertirse en una trinchera. Lo mucho que España había avanzado en los terrenos cultural y económico en Tánger podía perderse: los marroquíes estaban enfadados por los estatutos de autonomía de Ceuta y Melilla, el procesamiento de su cónsul en Málaga, la furibunda reacción a su derecho a poner condiciones a la pesca en sus propias aguas territoriales y las amenazas sobre los inmigrantes que atravesaban el Estrecho.
«Rencillas normales entre vecinos», desdramatizaba Farida. Ella era hija de una rifeña formada en una escuela española y encontraba muchas más ventajas que desventajas a cualquier esfuerzo por mejorar las relaciones entre dos países, España y Marruecos, convertidos por la geografía y la historia en puntas de lanza de dos culturas distintas y emparentadas. Le pedí que me hablara de su madre. «Heredé», dijo, «el rigor de mi padre y la fantasía de mi madre. Mi padre era muy tradicional, y mi madre, muy libre y muy luchadora. Luchó para quitarse el velo y lo consiguió. Las mujeres marroquíes son muy luchadoras».
Tenía cita en Salé, al lado de Rabat, con Nadia Yasín, que, sin duda, tendría una versión diferente sobre esos asuntos. Nadia era hija de Abdesalam Yasín, líder de Al Adl Wal Ihsan (Justicia y Espiritualidad), la principal asociación del islamismo marroquí. Yasín, un funcionario del Ministerio de Educación de 67 años de edad, llevaba un lustro en situación de arresto domiciliario en su casa de Salé, y ello, sin ningún tipo de proceso. Otros miembros de su asociación cumplían condenas de hasta 20 años de cárcel. Que el islamismo marroquí estaba muy lejos de tener el arraigo popular del argelino o el egipcio era algo que se podía comprobar a simple golpe de vista en las calles del reino jerifiano. Pero, despacito, iba sembrando y cosechando en las universidades y los suburbios de las grandes ciudades.
Otros eran, sin embargo, mis pensamientos mientras conducía desde Tánger a Rabat. Como casi siempre en Marruecos, la carretera era peligrosa: estrecha y con firme en mal estado, arcenes minúsculos, controles frecuentes de
«Marruecos es un fruto podrido que pronto caerá al suelo. Nosotros preferimos estar en la oposición e incluso estar privados de libertad a tener cualquier relación con ese fruto». Hablaba Nadia Yasín en su apartamento de Salé. Nadia, convertida, a falta de su padre, en portavoz de Justicia y Espiritualidad, era una joven de rostro pálido y agradable, que envolvía el resto del cuerpo en un uniforme islamista. Conversábamos en una habitación alfombrada, decorada con citas del Corán e iluminada por una desnuda bombilla. Le pregunté por su padre. «Está muy bien de salud y de ánimo», respondió, «pero encerrado en su casa de Salé, sin poder salir ni recibir visitas. Es la voluntad del rey».
¿Qué podía reprocharle
Apareció el té a la menta, y con él, dos muchachas de ojos rasgados, oscuros y penetrantes. Iban envueltas, ellas sí, con velos y caftanes tradicionales de color azul turquesa y verde almendra. Nadia hizo las presentaciones: una de las hermanas — así las llamó — era farmacéutica; la otra, matemática. Nadia, por su parte, se proclamó pintora de cuadros. «Pienso», dijo, «que la mujer debe trabajar. Decir que la mujer debe quedarse en casa es un subdesarrollo total». ¿Y no era un subdesarrollo total lo del velo? Las tres muchachas rieron abiertamente. «El velo», contestó Nadia, «no será obligatorio en el futuro Marruecos islámico. El Corán dice que no debe practicarse la imposición en materia de religión. Ahora bien, nosotros recomendamos vivamente que las mujeres lo lleven en público por voluntad propia». ¿Y qué pasaría con el alcohol en un Marruecos verdaderamente islámico? «El islam no da derecho a entrar en la vida privada, pero considera sagrado el espacio público. Le aseguro que no habrá bares en el Marruecos del futuro».
Nadia hablaba con firmeza, pero sin ese aire alumbrado que solía caracterizar a los islamistas de otros países. Aún más, ella y sus hermanas sonreían con tanta frecuencia que me permití bromear sobre la hipocresía de los saudíes, que practicaban en su país un islam puritano e inquisidor y se desfogaban en Marbella. Lo aceptaron con jolgorio. Antes de que me fuera, la hija de Abdesalam Yasín me encargó una misión: «Pida a los españoles que dejen de vernos como enemigos. Dígales que el islam es un mensaje de paz. Tenemos que vivir y trabajar juntos para salvar el planeta. La ecología es el elemento de unión entre los occidentales y los musulmanes».
Cené luego en
Era domingo y las playas entre Rabat y Sjirat estaban repletas de bañistas. Miles de chicas tomaban el sol en ajustados biquinis al lado de sus madres y abuelas. Las madres llevaban bañadores más púdicos y las abuelas iban enteramente cubiertas, algunas incluso con el lizam, el pañuelito que velaba la parte inferior del rostro. Yo iba camino de Casablanca por la carretera de la costa y me decía que viajar por Marruecos era hacerlo por el tiempo. Se acumulaban imágenes de
Visité el interior de la mezquita junto con un grupo de jubilados israelíes de ambos sexos. Llevaban en sus gorros y camisetas leyendas en hebreo que no pude descifrar y rieron como niños al tener que descalzarse en
Había comenzado mi viaje en Marraquech, en la casa de Juan Goytisolo, al lado del Cinema Edén. Empezaba a caer la tarde y los gorriones alborotaban buscando huecos para pernoctar en el limonero y el naranjo del patio. Las tortugas se habían inmovilizado en algún rincón y se escuchaba, como una invitación, la musiquilla de flautas, panderos y tambores de
Paseamos por Xemaa el Fna. Nada había cambiado, salvo que el alminar de
La aldea bereber de Mulay Brahim estaba situada en medio de las montañas del Atlas. Sus casas, que trepaban entre higueras, rosales y chumberas, eran cúbicas y con tejados planos como las de
Mulay Brahim era un modelo de esa religiosidad popular marroquí tan próxima a
No era ésa la opinión de Jaafar Kansoussi. Jaafar era un joven de cabello rizado y bien cortado y doradas gafas metálicas sobre un rostro redondo y aceitunado. Vestía chilaba blanca con arabescos bordados en rosa y calzaba babuchas amarillas. Dábamos cuenta de una pastilla en la terraza de su casa en las afueras de Marraquech, a la sombra de una parra, rodeados de adelfas y frente a un huerto de naranjos, olivos e higueras. El dueño de semejante jardín de Epicuro había estudiado ingeniería en París, estaba casado con una francesa y tenía dos hijos. «Desde siempre», dijo, «ha habido un pulso entre un islam rigorista, puritano y austero y otro tolerante, abierto y plural. Esté último recoge la tradición sufí y respeta el culto popular de los santos y las romerías. La sociedad marroquí sigue profundamente apegada a este último islam. Eso es lo que la estabiliza». Jaafar era un entusiasta de Al Andalus y sus maestros intelectuales, empezando por el místico sufí Ibn Arabi. «Lo importante», prosiguió, «es la búsqueda del ideal de perfección humana que siempre ha inspirado al tasauf o sufismo. Vivido a partir de ese ideal, el islam es la religión más liberal del mundo. Le pongo un ejemplo: Ibn Arabi decía qué la mujer es exactamente igual que el hombre y que puede dirigir
Uno de aquellos días, señalando
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