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Avestruz y tinto de El Cabo / Análisis / La Suráfrica de Mandela

Avestruz y tinto de El Cabo / Columna de Opinión / El País / 18 agosto 1995

JAVIER VALENZUELA

Los miles de kilómetros que separan Suráfrica de los Balcanes no son demasiado problema en estos tiempos del transporte aéreo y la comunicación por satélite. Lo que de veras aleja ahora a estos dos rincones del mundo son los diferentes caminos que han emprendido. Mientras Suráfrica intenta construir la democrática y multirracial Nación del Arco Iris, los Balcanes son el escenario de brutales operaciones de purificación étnica. Suráfrica dice adiós al apartheid y opta porque negros, blancos, indios y mestizos vivan juntos y, por qué no, revueltos. En cambio, los serbios y los croatas sólo quieren serbios y croatas en sus respectivos territorios. Los demás tienen que coger la carretera.

Es toda la diferencia que separa a Nelson Mandela -que, al lado de Gandhi, Kennedy, Palme y algunos más, pasará a los libros de historia como uno de los personajes políticos positivos del siglo- de los serbios Milosevic, Karadzic y MIadic, que figurarán en la lista de malvados junto con Hitler, Mussolini y Stalin, e incluso, visto lo de Krajina, del croata Tujdman. Mandela cree que todos los seres humanos son iguales en lo esencial y que sus secundarias diferencias son portadoras de fecundidad para todos. La convivencia en un mismo territorio de razas, lenguas, religiones y culturas diferentes no sólo es justa sino necesaria. El viejo sabio africano se sitúa así en un porvenir que, por mucho que les pese a los Le Pen o MIadic, es ineluctable.

Lo maravilloso de este final de milenio es que, tras haberse zampado un filete de avestruz regado con Cabernet Sauvignon del Cabo de Buena Esperanza, uno puede estar escribiendo esta columna en la habitación de un hotel de Johanesburgo con la televisión encendida pero sin voz en el canal que da las noticias internacionales de CNN mientras escucha en un cacharro japonés la música coral africana de Lady Smith Black Mambazo. Así que cualquier propuesta de regreso a la aburrida patria monocolor le parece un auténtico atraso. El futuro es un zoco abigarrado y pluralista en el que cada cual escoge sus propios menús mestizos. En lo tecnológico, en lo cultural y en lo humano.

Uno conversó con Mandela en la mañana del pasado lunes en una villa de Houghton, al norte de Johanesburgo. Le protegían guardaespaldas blancos y negros y le atendían secretarias blancas y negras. Todos distintos, cada cual hijo de su padre y de su madre, pero todos iguales en lo que importa: la profesionalidad. Al día siguiente, Mandela se fue a visitar a Betsie Verwoerd, la viuda del ultraderechista Hendrick Verwoerd, que fue el arquitecto del apartheid y bajo cuyo gobierno el hoy presidente de Suráfrica fue condenado a cadena perpetua. Se desplazó hasta Orania, una aldea donde 460 blancos pretenden mantener el fuego sagrado de la pureza racial. Nadie le había invitado; al contrario, Betsie Verwoerd y los vecinos de Orania habían manifestado su deseo de que no fuera. Pero fue, le dieron una acogida cortes, se tomó un té y no pasó nada. «La mejor arma», dijo Mandela al abandonar Orania, «es sentarse y hablar».

Dios nos libre de decir que Suráfrica es el paraíso terrenal. Este país tiene muchos problemas: una delincuencia común exagerada, la necesidad de apertura de una economía que ha funcionado según el modelo autárquico, las extraordinarias diferencias sociales y económicas que siguen existiendo entre blancos y negros… Y tampoco todo el mundo está aquí de acuerdo con el modelo de juntos y revueltos, Los afrikaners extremistas como los de Orania desearían la creación de un volkstaat, un hogar nacional para los descendientes de los colonos holandeses que inventaron el apartheid. Y entre los negros, muchos zulúes sueñan con un territorio exclusivamente para ellos, un shakaland étnicamente puro.

Pero Mandela no está por la labor. Vale que se respeten los derechos políticos y culturales de las minorías. Vale que se conceda amplia autonomía a los municipios, las regiones y las nacionalidades. Pero que nadie pretenda que su territorio sea la reserva de una sola raza o una sola tribu. Si la gente lleva en ese territorio mucho tiempo, que se quede por diferente que sea de la mayoría. Y si llega de nuevas, bienvenida sea, siempre que lo haga en paz y dispuesta aceptar las reglas de la convivencia democrática. Mandela quiere muchos colores en la paleta con la que pinta la nueva Suráfrica.

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