Estrecho de Gibraltar: la faena de Hércules
JAVIER VALENZUELA, Gibraltar/Ceuta/Tánger
El País Semanal, 24 de diciembre de 1989
En el café Hafa huele a mar, a pinos, a hierbabuena y a quif. Declina la tarde del domingo y las costas de Andalucía se van emborronando poco a poco, como si la cercanía de los continentes hubiera sido sólo el sueño de una jornada clara y soleada. Pero no. Ya empiezan a avistarse las primeras lucecitas del otro lado y se adivina allí un trasiego de finos y cervezas, mariscos y pescadito frito, rumbas y sevillanas; una feria de buenos coches, buenos videos, buenos bares, buenos bingos y casinos, buenas discotecas y muchísimas chicas guapas y desenvueltas. Bolonia, Tarifa, Algeciras, Gibraltar y allá la derecha, Marbella, Málaga y Torremolinos. Europa. Más o menos.
La culpa la tuvo Hércules. En el cumplimiento de los trabajos que los dioses le habían encomendado, Hércules llegó al extremo occidental de las tierras entonces conocidas, estranguló con sus propias manos a Anteo, se apoderó de las manzanas de oro del jardín de las Hespérides y, en un alarde de fuerza, separó las tierras que a partir de entonces serian llamadas Europa y África. A pocos kilómetros al este de Tánger, debajo del cabo Espartel, se conservan todavía las grutas donde Hércules descansó tras hazañas tan prodigiosas: una catedral subterránea donde el órgano toca la música del océano.
Una vez, un viajero árabe llamó ombligo del mundo al estrecho de Gibraltar, y no exageró. En tiempos de aquel hombre, el mundo civilizado era esencialmente el árabe y musulmán y Al Andalus, su más brillante faro occidental. Pero de eso hace ya una pila de años. Ahora, Al Andalus es la frontera meridional de la Comunidad Europea y ante las narices de los africanos se va levantando una muralla de visados, precios inaccesibles, guardias civiles con perros pastores alemanes, guardacostas y, si es menester, hasta el portaviones Príncipe de Asturias con sus mortíferos pájaros metálicos.
La culpa la tiene Hércules, que cortó el cordón umbilical. O, como dicen los geólogos, una terrible conmoción telúrica o una descomunal erosión, una tragedia natural en todo caso, que, hace unos cinco millones de años, entre finales del Mioceno y comienzos del Plioceno, se tragó el istmo qua unía Europa y África.
Ahora de istmo hacen las ondas de las radios y televisiones españolas. En los cafés de Tánger y Tetuán a hombres y muchachos se les desgastan los ojos de ver las maravillas de Occidente en los programas y anuncios de las cadenas televisivas de Madrid y Sevilla. A los más valientes o los más desesperados se les pasa por la cabeza la idea de subirse a una barca y arrostrar sin papeles, sin oficio ni beneficio, la travesía clandestina del Estrecho. En el otro lado, amigo, hay dinero, mucho dinero.
A esta hora en que declina la tarde del domingo, en todas y cada una de las mesas del café Hafa hay colocado un transistor barato, que los parroquianos escuchan como si fuera el oráculo. De los artefactos se levanta la cantinela chillona los resultados de los partidos de fútbol de la Liga española. Los parroquianos comprueban con meticulosidad los resguardos de sus quinielas, selladas en Algeciras o Ceuta; dan vivas muestras de euforia con los aciertos; guardan un resignado silencio ante los fracasos. Todo estaba escrito previamente. La próxima vez, si Dios quiere, habrá más suerte.
Las mesas del café Hafa están situadas a cielo abierto, en diversas terrazas escalonadas que dan paso a un dantesco acantilado sabre el Estrecho. África a las espaldas; Europa al frente; America al oeste, y allá al fondo, a la derecha, Estambul. Los parroquianos sorben sonoramente sus vasos de ardiente té con hierbabuena y hacen circular sin pausa y sin ostentación pipas y cigarrillos de hachís.
Del tiempo en que fue ombligo del mundo, el Estrecho sigue guardando el nombre Jebel Tarik, la Montaña de Tarik, el primer caudillo del islam en el noroeste de África. Hace ya unos cuantos años, Juan Goytisolo, renegado literario, escribió en Tánger su Reivindicación del conde don Julián. Goytisolo miró cara a cara la España negra, le escupió en la cara y levantó el estandarte del denostado don Julián de los romances y los manuales de historia, el bellaco y vendepatrias que ayudó a Tarik a remontar el Estrecho, derrotar a los godos y ganar España para los sarracenos.
La de Tarik fue una de las pocas veces en el último par de milenios en que el lado africano se impuso al europeo. Antes, en tiempos de los romanos, la provincia de la Mauritania Tinginata había sido administrada a partir de la ribera norte del estrecho. Más tarde, a partir de Isabel la Católica y el cardenal Cisneros, el Norte volvería a tomar la iniciativa. Y aunque España, el particular Norte que le toca a Marruecos, no tuviera el poderío de Francia o de Inglaterra, ya nunca dejaría de ser más rica y más fuerte. Hasta nuestros días.
Sin embargo, hubo un tiempo en quo el Sur mandó. Con Tarik, con los almorávides y con los almohades, vientos ardientes surgidos del desierto que tiraban para arriba empuñando la espada del islam. Los marroquíes de hoy siguen llamando nasranis (nazarenos) a los europeos, pero no están para guerras santas. Y además, el imperio de las barras y estrellas vigila desde la base militar de Rota. No se pierde ni un solo detalle del movimiento en el Estrecho: un submarino soviético, unos pesqueros de Algeciras, un guardacostas marroquí, un montón de yates de recreo… Todo en orden.
Todo en orden también para los técnicos españoles del Servicio de Tráfico Marítimo de Tarifa. Y para los británicos de Gibraltar. El Norte puede estar tranquilo. Las pantallas fosforescentes de sus ordenadores no muestran nada extraño o amenazador.
Las pantallas no lo dicen, pero de África vienen emigrantes legales y clandestinos; pesqueros rebosantes de capturas; turistas cargados de artesanía; traficantes de hachís; camiones con frutas y verduras, y hasta bebés marroquíes vendidos a parejas andaluzas en busca de hijos adoptivos. O sea, humanidad doliente y materias primas, mercancías de un Sur donde las gentes son cada día más numerosas y más pobres.
Hacia abajo van las maravillas de Occidente: automóviles, productos electrónicos, bebidas alcohólicas, cigarrillos rubios, hojas de afeitar, pañales desechables, productos farmacéuticos, turistas en busca de sol y exotismo, créditos o inversiones, películas y programas de televisión, maestros y médicos, armas y asesores militares, partidos de fútbol y quinielas.
Parte del trajín en una u otra dirección pasa por las aduanas respectivas; parte, no. De toda la vida, el contrabando, el trapicheo, el regateo, la estafa, los decomisos, las evasiones de divisas, el soborno al funcionario, las lanchas navegando sin luces en la noche, toda esa actividad mas o menos sumergida está tan asociada a la vida del Estrecho como los monos al Peñón de Gibraltar. El Estrecho es hermoso y canalla, un marinero discutiendo a gritos con una puta en la puerta de una casa encalada. Mugen las sirenas en el puerto.
Dicen los especialistas qua la similitud de la fauna, la flora y las formaciones geológicas de uno y otro lado del Estrecho confirman su pertenencia a una misma familia natural. Si se piensa en su habilidad para combinar la indolencia con una a veces poco escrupulosa habilidad para buscarse la vida, los vecindarios de las puntas de Europa y África son parientes no demasiado lejanos.
Los más raros son los del Peñón de Gibraltar, donde el viejo imperio británico sigue brindando con cerveza Guinness por la salud de la reina en pubs sobrecargados de madera. Diríase un decorado. Los bobbies, imperturbables bajo sus cascos calcinados por la solana; los militares con pantalones cortos, salidos de alguna película de tema colonial; la limpieza de lechería de las calles y los comercios; las banderas de King’s Chapel con los nombres de los regimientos imperiales bordados en oro; el aeropuerto tamaño pañuelo atravesando la avenida de Winston Churchill…
En Gibraltar puedes comprar en la sucursal de unos grandes almacenes londinenses y pagar precios libres de impuestos; completar la colección de Penguin Books; abrir una cuenta bancaria en cualquier divisa; sacar un billete para Londres por muy pocas libras, y dar la vuelta al mundo en un par de horas: más o menos las que se tardan en recorrer con calma Main Street, la calle mayor y casi única de la Roca.
Es simpático, si se prescinde de los sentimientos nacionalistas españoles; los mismos que los marroquíes tienen respecto a Ceuta.
En Main Street sientan sus reales andaluces, británicos, marroquíes, italianos, judíos, indios y paquistaníes. Son buena gente; hablan con el nasal desparpajo el inglés y un castellano con el hermoso acento de la bahía y se toman con mucha seriedad su condición de llanitos y de súbditos de Su Majestad británica. Ahora andan pensando en convertir la Roca en el Hong Kong del Mediterráneo, y cuentan orgullosos que en Gibraltar ya hay registradas más compañías internacionales que habitantes tiene el censo.
Para ver a los últimos monos de Europa, hay que tomar el funicular. El imperio británico mima a esos monos, los tiene por una especie de amuleto de su buena fortuna en el Estrecho.
Decididamente, el estrecho de Gibraltar es el más monárquico del mundo. Tres reyes, Juan Carlos I, Hassan II e Isabel II, comparten su soberanía, y, aunque tienen pendientes los contenciosos territoriales de Gibraltar y Ceuta, son amigos, aceptan la pax americana y no están dispuestos a que estos problemas hagan llegar la sangre al río. Así que los británicos del Peñón se van a respirar a los chiringuitos del lado español de la otrora cerradísima verja, e incluso a dormir en los apartamentos qua han comprado en la Costa del Sol, y los españoles de Ceuta se broncean en las playas marroquíes del camino de Tetuán.
Los mayores problemas se producen durante el verano, cuando los marroquíes que trabajan en Europa occidental regresan en automóvil a su patria. Como no tienen otro remedio qua embarcarse en Algeciras, esta ciudad se convierte en el cuello de una infernal botella qua ha arrancado de Francia, Holanda, Bélgica, Suiza y la República Federal de Alemania. Los transbordadores van y vienen sin descanso entre Algeciras, de un lado, y Ceuta y Tánger, de otro, y en tres meses llegan a transportar 700.000 personas y 125.000 vehículos. Es el gran atasco, y, en ocasiones, apocalíptico.
Y ahí, entre las colas de coches rebosantes de bultos y de seres humanos reventados por el largo viaje, las esperas, el calor y la diarrea, actúan los gorilas, los espabilados de Algeciras, que a 10 metros de las ventanillas de las agencias de venta legales ofrecen billetes y embarque rápidos con recargos que van de las 1.000 a las 5.000 pesetas. Son el equivalente español de esos muchachos que en las fronteras marroquíes se ofrecen a aligerar las formalidades aduaneras por unos cuantos dirhams.
En poco más de una hora, el capitán Pedro Bertomeu Martí hace atravesar el Estrecho al Ciudad de Zaragoza. Son unos 30 kilómetros en línea recta entre Algeciras y Ceuta. En la popa, un grupo de jóvenes alemanes vestidos con cuero — quizá sean motoristas, listos para galopar por la ruta de las alcazabas — se toman fotografías con la bandera española en primer piano y el telón de fondo del Peñón de Gibraltar. Un chavalín marroquí cuenta las naves que van y vienen por el Estrecho: 22 a lo largo de la travesía. Una pareja de enamorados se besa apasionadamente bajo un fino rocío de agua salada. Corren las cervezas; se atascan los servicios por las vomitonas y algunos ultiman sus compras de whisky, perfumes y cartones de tabaco en la tienda libre de impuestos del transbordador.
Cuando el Ciudad de Zaragoza llega a Ceuta, un centenar de coches, furgonetas y camiones empiezan a hacer rugir sus motores en la bodega antes de que la puerta de desembarco haya sido abierta. África está ahí, al otro lado de esa puerta, y uno empieza a preguntarse si logrará pisarla, si sobrevivirá a la nube de monóxido de carbono que se extiende por la bodega como en la cámara de exterminio de un campo de concentración nazi.
Ceuta, al fin. Ya no tan barata ni tan bien surtida desde que España ingresó en la Comunidad Europea. O al menos no tanto para los españoles, que para los marroquíes de Tetuán y de todo el norte del reino jerifiano Ceuta sigue siendo imprescindible suministrador de productos manufacturados, un negocio que llena muchos estómagos, un mercado sin el cual, a falta de un plan de desarrollo en la región, la vida sería mucho más dura. Ceuta con sus ciegos vendiendo boletos de la ONCE a la puerta de los bazares; sus problemas de aparcamiento; sus mujeres musulmanas veladas llevando de la mano a sus hijas en minifalda; su whisky y su aire de ciudad andaluza cercada y, cómo no, sus legionarios con barbas y camisas abiertas hasta el ombligo, héroes eternos de las películas nacional-católicas de los años cuarenta.
En los cuarteles del Tercio Duque de Alba brillan los cetme y los vehículos blindados BMR, cuelgan en lugar destacado los retratos de Millán Astray y sigue reinando el espíritu de cruzada que animó a Isabel la Católica y el cardenal Cisneros. El Tercio está dispuesto a defender la españolidad de la plaza hasta su última gota de sangre. ¿No reza el credo del Tercio que el espíritu del legionario es único y sin igual; es de ciega y feroz acometividad, de buscar siempre acortar la distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta?
Y sin embargo, la presencia de la Legión no parece tranquilizar lo suficiente a los ceutíes acerca del porvenir a largo plazo de la ciudad. Saben que, a diferencia del Reino Unido, España ha sido siempre un desastre a la hora de liquidar posesiones ultramarinas, y los que tienen posibles invierten en la Costa del Sol, no vaya a ser que algún día se encuentren compuestos y sin novia. Ni se les ocurre pensar en convertirse en el Hong Kong del norte de África.
En la salida oriental de Ceuta está la frontera con Marruecos, donde los emigrantes que vuelven de vacaciones a sus casas forman nuevas colas, esta vez delante de sus compatriotas uniformados. Las más de las veces les registran hasta el alma. Los turistas europeos pasan mas rápidamente y, sobre todo, las gentes de Ceuta, que, sin tan siquiera detener los motores de sus coches, saludan con complicidad a los funcionarios marroquíes.
La carretera que une Ceuta y Tetuán no presenta aún el aspecto de acantilado de cemento de la de enfrente, la de la Costa del Sol, pero se va pareciendo: villas, bloques de apartamentos, el hotel La Kabila, el restaurante Aladino y el toque francés del Club Mediterranée. En buena lógica, la saturación de las playas andaluzas terminará por obligar a los europeos a dar el salto masivo a las aún relativamente vírgenes costas marroquíes. En buena lógica, los hombres deberán incluso deshacer algún día la faena de Hércules y unir por un puente o túnel las dos riberas del Estrecho.
En el verano de 1988, Aziza Bennani regaló a Hassan II el primer ejemplar de su libro El enlace fijo del estrecho de Gibraltar. Del sueño a la realidad. La hispanista Aziza Bennani, una mujer flaca y elegante que se ha convertido en la primera decana de facultad del mundo árabe, recordó a Hassan II las palabras que este pronunciara hace una década con motivo de su encuentro en Fez con don Juan Carlos: «España y Marruecos pueden repetir el milagro de Moisés en el mar Rojo».
De dar crédito a lo que escribió en el siglo X el historiador árabe Al Masudi, Europa y África ya estuvieron unidas en una remota ocasión por un puente de piedras y ladrillos cocidos. Dos siglos después, el geógrafo Al Idrisi afirmó haber visto con sus propios ojos los vestigios de la obra de ingeniería citada por Al Masudi. A comienzos del siglo XVII, el cronista Al Maqarri resucitó el tema y dijo que aquel puente fue construido por el «emperador Alejandro», un personaje habitual en los antiguos textos árabes que mezcla las figuras históricas del macedonio Alejandro y el romano Cesar.
Aquellos escritores árabes situaban el comienzo del desaparecido puente en las ruinas de Belo Claudia, la actual Bolonia, a unos 10 kilómetros de Tarifa. Aziza Bennani cree que fantaseaban, que sus afirmaciones sólo pueden ser tomadas en consideración como «expresión de un imaginario colectivo de carácter puramente poético».
La idea de unir lo que Hércules separó sólo empezó a tomar verdadera forma en el siglo XIX. En 1869 coincidiendo con la inauguración del canal de Suez, el francés Laurent de Villedeuil presentó al Gobierno español un proyecto de construcción de un túnel bajo el estrecho de Gibraltar. Madrid no le hizo caso, pero pronto los ingenieros españoles empezaron a darle vueltas a la idea del enlace fijo, y, aunque algunos defendieron el puente, la mayoría optó por el túnel submarino. El más ambicioso fue Alejandro Goicoechea, inventor del Talgo, que tras estudiar durante cinco lustros el problema del Estrecho concluye proponiendo la construcción de un dique sobre el que pudieran circular una autopista y varias líneas férreas; un dique que además aprovechara la diferencia de niveles de agua entre el Atlántico y el Mediterráneo para producir energía eléctrica. Demasiado.
Durante las últimas décadas del siglo pasado y la primera mitad del presente, el enlace fijo fue principalmente un sueño español. En los últimos tiempos, sin embargo, Marruecos se ha puesto a la vanguardia. «Marruecos», suele decir Hassan II, «se parece a un árbol cuyas raíces nutricias se hunden profundamente en la tierra de África y que respire gracias a sus hojas abiertas a los vientos de Europa». Se dice que el rey tiene en palacio todos los planos y maquetas de las posibles obras de ingeniería en el Estrecho, y que prefiere claramente el siempre más vistoso puente.
Desde el encuentro de Fez entre los reyes de España y Marruecos, trabajan en Madrid y en Rabat sendas sociedades de estudios para la comunicación fija a través del estrecho de Gibraltar. Los especialistas han descartado ya el camino más corto, el que une Punta Oliveros (España) y Punta Cires (Marruecos), apenas 13,8 kilómetros de distancia en línea recta. Las aguas tienen allí profundidades cercanas a un metro y las características geológicas del terreno hacen casi imposible cualquier trabajo.
La localización ideal del enlace fijo es la situada al oeste, entre Punta Paloma (España) y Malabata (Marruecos), unos 28 kilómetros de distancia y 350 metros de profundidad. Lo del puente parece bastante problemático y, como en el pasado, las preferencias de los ingenieros van por el túnel. En todo caso, va a ser muy difícil que lo veamos nosotros. Deshacer la faena de Hércules supondría la obra de ingeniería más compleja y costosa de la historia humana.
De momento, pues, son los barcos el principal medio de transporte en el Estrecho. Paul Bowles los ve pasar desde Tánger y recuerda los tiempos en que escribía sus novelas en las hamacas de cubierta, entre dos puertos. Un día, Bowles atracó en Tánger y las semanas que pensaba dedicarle se convirtieron en cuatro décadas. «Ya había siempre sabido», dice, «que terminaría entrando en un lugar que me daría a la vez la sabiduría y el éxtasis».
Tánger, fundada por Anteo, el tipo que Hércules estranguló con sus manos. Un promontorio blanco vuelto hacia el mar; un paseo marítimo con altas palmeras y una muralla de hoteles de nueva planta; colinas boscosas y acantilados; paellas en el restaurante Romero; males de ojo y encantamientos amorosos; un zumo de naranja en la terraza del Continental; otro en la piscina del Minzah; camellos y putas parapetados tras una batería de botellines de cerveza en el Morocco Palace; bailarinas moviendo sus gruesas caderas en el tablao; madame Rachel en su librería, escribiendo a sus parientes de la diáspora; una propina por aquí; otra por allí…
Los tangerinos no trabajan: son contemplativos que se ganan la vida con chapuzas y tráficos diversos. Tánger es un lugar de espera. Las montañas del Rif descargan en el Zoco Grande campesinas de trapos multicolores y anchos sombreros de paja que se sientan en el suelo, despliegan un lienzo, exponen tomates, naranjas, huevos, habas y matas de hierbabuena y esperan. Los mendigos extienden las manos y esperan. Los clientes de los cafetines del Zoco Chico beben té y esperan. Los muchachos y las muchachas se cruzan en el bulevar Pasteur y esperan. Los parroquianos del café Hafa escuchan los resultados de las quinielas españolas y esperan.
Para viajeros anglosajones, Tánger es también una escala entre México y Nepal. Por aquí recalaron Truman Capote, Gore Vidal, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Tennessee Williams, William Burroughs, los Rolling Stones y Sting, y todos fueron a presentarle sus respetos al viejo Bowles. El último en hacerlo fue el italiano Bernardo Bertolucci, que rueda The Sheltering Sky.
Si Bowles es el más ilustre residente norteamericano de Tánger, Malcolm Forbes es el más rico. Forbes es uno de esos multimillonarios con corazón de niño; un tipo que expone en su casa, el antiguo palacio de un virrey del sultán de Marruecos, la mejor colección del mundo de soldaditos de plomo; un encaprichado de las motos y los aeróstatos que, últimamente, anda enamorisqueado de Elisabeth Taylor y organiza en su honor fiestas de las mil y una noches.
Tánger sigue teniendo veneno, pero no es lo que llegó a ser en los años cuarenta y cincuenta: la ciudad mediterránea más cosmopolita, con tres religiones levantando iglesias, mezquitas y sinagogas, nueve potencias protectoras, infinidad de consulados y legaciones, tres correos y cuatro divisas, republicanos españoles escuchando flamenco en una bodeguita, pasteleros franceses, aventureros ingleses en esmoquin jugando en un casino, burdeles abiertos a todas horas, los saraos de Barbara Hutton, en fin, todo el tinglado de una ciudad bajo administración internacional, de todos y de nadie. Como el quif, los buenos tiempos fueron muy volátiles.
Para los jóvenes de Tánger, el veneno está ahora en el Norte. En la Marbella de los yates, las villas, los puertos de recreo, los restaurantes de lujo y las mezquitas levantadas por príncipes saudíes. Y más al alcance de la mano, en la Málaga de los grandes almacenes y en el Torremolinos de las hamburgueserías, los salones de videojuegos y las discotecas. Al Norte, donde comienzan a brillar las lucecitas de España.
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