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El mensajero viene en babuchas / Sobre la ciudad de Rabat / Marruecos


El mensajero viene en babuchas

JAVIER VALENZUELA, EL PAÍS, DOMINGO. Rabat, 24  de septiembre de 1989

Desde el mausoleo de Mohamed V se ve cómo el Bu Regreg desemboca mansamente en el océano y separa Rabat, la ribera sur, de Salé, la ribera norte. Contra el fondo del océano y el estuario del río, a un lado y otro, hay tendidas al sol y a la humedad murallas rojizas, apretadas casas blancas, palmeras y alminares, barcas de colores que van y vienen entre las dos ciudades mellizas, y, adelantándose como un espolón, la alcazaba de los corsarios moriscos. Hubo un tiempo en que Rabat y Salé fueron repúblicas independientes, indomables ciudades atlánticas habitadas por musulmanes andaluces expulsados de su patria por los vencedores cristianos.

     Aún quedan bastantes antiguos andaluces en Rabat y Salé, pero ya hace mucho tiempo que no sueñan con volver a Granada. Y Rabat tampoco es la ciudad levantisca que fue. Rabat es ahora la capital política del reino de Marruecos, es decir, la sede principal de la itinerante corte jerifiana. Allí están los ministerios, los periódicos, las embajadas y casi todo lo relacionado con el papel, excepción hecha del papel moneda, que se mueve en Casablanca.

     Hay un hermoso Rabat moderno, el de la avenida de Mohamed V, con sus edificios coloniales de aire morisco y sus altísimas palmeras, pero el sabor de la ciudad está en la vida que hierve en las callejuelas de la medina y de la alcazaba. Es un vaivén de camareros llevando bandejas con café y té a la menta, una algarabía de transacciones comerciales, un montón de ociosos curioseando, unos muchachos que salen del hamam (baño público), con toallas enrolladas en las cabezas. Es la motocicleta, el burro de miniatura y el hombrecillo cargado como una mula abriéndose camino entre la masa. Son las damas veladas y sus hijas en minifalda. Son muchos colores y olores. Los puestecitos de especias y aguas de flores primorosamente dispuestos. Los jabones, cueros, maderas, pinchitos y excrementos de caballería. Y el hedor de los curtidores. En fin, un zumo natural de naranja instantáneo.

     El mausoleo de Mohamed V está al lado de la torre Hassan, pariente africano de la Giralda. Es de creación moderna, pero su estilo es jerifiano tradicional: arcos de herradura, tejas verdes, bronces y arabescos. Unos simpáticos guardias reales vestidos con pintorescos uniformes rojos custodian con espingardas el conjunto. Delante de la tumba en mármol de Mohamed V, descendiente del profeta y padre de Hassan II, un religioso con chilaba, sentado con los pies descalzos sobre un tapiz, lee permanentemente el Corán.

     Mohamed V era un sultán en libertad provisional y a disposición del residente general de la República Francesa en Rabat, pero luchó por la independencia de su patria, apostó por su progreso, y el residente general le castigó por ello con el destierro. Al final, la terminación de la presencia francesa y española en Marruecos se identificó con el regreso de Mohamed V a Rabat, y eso dio legitimidad moderna a su dinastía y la diferenció de otras realezas árabes, las que pagaron con el derrocamiento y el exilio su sumisión al colonialismo.

      Marruecos tiene también otras importantes diferencias históricas con la mayoría de los países árabes. Durante siglos se mantuvo enteramente independiente del imperio otomano o de cualquier otro, y sólo a comienzos de este siglo pudieron echarle el guante las potencias europeas. Es curioso que, pese a su cercanía con Europa, el reino jerifiano permaneciera hasta hace apenas cuatro días tan cerrado a los occidentales como el lejano imperio de China. Lo de Domenech Badía, el catalán que con el alias de Ali Bey recorrió Marruecos a comienzos del siglo XIX, fue en verdad toda una aventura.

     Debemos el milagro de la conservación de Marruecos al hecho de que acabe de incorporarse a la modernidad. Pocos países árabes y africanos han guardado tan intacto su patrimonio humano y cultural. Marruecos es los espacios inmensos, los campos trabajados como s¡ fueran jardines, los rebaños de cabras y ovejas, los tejidos de increíbles diseños y colores, los gatos en libertad, las playas sin murallas de cemento, los dátiles y las flores. Marruecos es todavía un país campesino y artesano y sus habitantes son laboriosos pero calmosos, hospitalarios y susceptibles, sencillos y solemnes.

     En la alcazaba de Rabat hay un viejecito con pulcra chilaba blanca y sombrero fez sobre un rostro de cuento infantil. Confecciona con aplicación babuchas, y, como garantía de la calidad de sus productos, termina estampándoles en el talón el sello de la casa. Al buen hombre no le molesta que le mires y le des conversación mientras trabaja en su taller, que es una sola y misma cosa que su escaparate, su tienda y su almacén, y consiste en un agujero que da a la calle, no mucho mayor que un ascensor. El fabricante de babuchas cose y contesta a tus comentarios con muchas menciones a la omnipotencia de Dios.

     El día anterior al Mulud, el aniversario del nacimiento de Mahoma, los vecinos de Salé sacan en procesión los cirios esculpidos y coloreados que han depositado durante un año en el Marabut o santuario de Fidi Abdala Ben Hasum. Las gentes de las clases populares de las oceánicas Salé y Rabat son piadosas y practican el islam a la manera andaluza, con santos, ermitas, procesiones y romerías. Creen en el mal de ojo y usan múltiples jaculatorias y amuletos.

     Nada de eso tiene que ver con el integrismo islámico. En Rabat se respiran aires mucho más liberales que en las otras capitales musulmanas. Pueden comprarse bebidas alcohólicas y pueden consumirse en bares y restaurantes, siempre que no sea Ramadán. Se encuentra jamón y chorizo en lo de Madame Cochon y también en el propio mercado de la medina, salvo, por supuesto, en Ramadán. El velo femenino no es obligatorio, y pocas jóvenes lo llevan, y se ven miles y miles de mujeres trabajando cara al público. Eso sí, siguen siendo muy pocas en los cafés y en las tres o cuatro mediocres discotecas de la ciudad. Al lado de la alcazaba, Rabat tiene un cementerio que se desparrama, por una colina hacia el mar.

     Cuando en sus viajes de ida o vuelta a Marraquech Juan Goytisolo pasa por la capital, suele ir a verlo. Le parece uno de los cementerios más alegres y hermosos del planeta. Más triste, sin embargo, es la ciudad de los vivos que se encuentra algo más al sur, al borde de la ruta costera que lleva a la playa de Temara y al palacio real de verano de Sjirat. Una kilométrica tapia de cemento apenas acierta a ocultar la gigantesca aglomeración de chabolas que hay detrás. Muchos rabatíes le llaman el Muro de la vergüenza y condenan ese intento de maquillar ante el extranjero las duras condiciones de vida de buena parte de la población, la que ha emigrado desde el campo a la ciudad. En esos suburbios de Rabat la gente se hacina en cuartuchos miserables y sólo come carne los días de gran fiesta religiosa.

     Hay todavía muchos pobres de solemnidad en Marruecos y mucha gente que no trabaja, sino que se busca la vida. Es la lucha por el dirham. Empieza con los muchachos que en las fronteras terrestres se ofrecen a aligerar las formalidades aduaneras a cambio de una propina, y sigue con los ciegos en las puertas de las mezquitas y, en las calles de todas las ciudades, con los tullidos, los ancianos y las mujeres con críos colgando de los pechos que piden una caridad por el amor de Dios. Son también los vigilantes espontáneos de aparcamiento que surgen por todas partes; los guías que asaltan al turista en las medinas; los vendedores de hachís; los que conocen una tienda donde se hacen las mejores alfombras bereberes  del mundo; en fin, todo ese personal.

     Rabat es una ciudad aburrida, con una oferta de libros, exposiciones, conciertos y películas que no llega a la de una capital comarcal española. También es una ciudad bien organizada para estar en África. Buena parte de la responsabilidad de ambas cosas le corresponde al mariscal Lyautey, que en 1912 se instaló en Rabat como primer residente general de la República Francesa. Lyautey adoraba el viejo Marruecos y preservó los cascos amurallados de Rabat y Salé, con todas sus casas y todos sus vecinos dentro y como habían vivido siempre. Para atender el papeleo de un Estado moderno y albergar a las colonias extranjeras, Lyautey le añadió a Rabat una pequeña, despejada ciudad europea.

     Entre las cosas que Marruecos ha conservado de su tradición se encuentra la inescrutabilidad de los designios reales. Así que Rabat ha desarrollado su propia artesanía: el análisis exquisito, conocido por los pelos y hasta rocambolesco, de los menores indicios que se filtran de palacio. Los nacionalistas, socialistas, comunistas, feministas y defensores de los derechos humanos se reúnen a tomar café y charlar durante horas en las terrazas de La Dolce Vita y el Balima. A falta de informaciones ciertas sobre los secretos del monarca, o sea, los secretos de la gran política nacional, y, como en Marruecos nada es evidente ni simple, los contertulios gastan tanta materia gris en sus lucubraciones de cafetín como los investigadores de la vacuna contra el sida. Tampoco hay otras muchas cosas que hacer terminado el trabajo.



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