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Este año, Jerusalén / Israel y Palestina

ESTE AÑO, JERUSALÉN

JAVIER VALENZUELA, El País, Domingo,Viajes. 27 de diciembre de 1987

A tenor de la experiencia de este año, visitar Tierra Santa en Navidad es una auténtica peregrinación, una ruda aventura, la realización de una penosa promesa. Más que festejar alegremente el nacimiento de Jesucristo, el viajero cree estar en plena Semana Santa. Y sin embargo, a menos que se esté poseído por un terror irresistible, es un viaje imprescindible. Jerusalén es una de las ciudades más bellas del mundo y sin duda la más mágica.

     Belén, la ciudad natal de Jesús, y Jerusalén, donde fue crucificado, parecen estos días Beirut. Soldados israelíes armados hasta los dientes aterrorizan a la población árabe. Es cierto que la tropa procura no molestar al paseante de pelo rubio y ojos claros, pero no reconforta ver la metralleta en ristre.

     Hace en Tierra Santa un frío que pela, llueve incesantemente y los cortes de corriente eléctrica son frecuentes. Pedro Aguirrebengoa, embajador de España, dio una recepción navideña a los empleados de la representación diplomática y la corriente brilló por su ausencia durante tres horas en el gueto diplomático de Tel Aviv, donde el embajador acaba de inaugurar residencia. Fue cosa digna de ver cómo Aguirrebengoa recibía a sus huéspedes a la luz de una linterna de bolsillo. Unos invitados que, por lo demás, a causa de un monumental atasco de tráfico, habían invertido una hora y pico en recorrer los pocos kilómetros que separan Tel Aviv de su gueto diplomático.

      El visitante se enfrenta también a las complicaciones del sistema alimenticio kosher.  En el hotel King David, orgullo de la hostelería judía, no te sirven una sopa de cebolla y un filete al mismo tiempo; o espaguetis y hamburguesa; o un bocadillo de queso y otro de pollo. Una vieja sentencia bíblica prescribe: «No cocerás el cordero en la leche de su madre», y los judíos la interpretan como que es pecaminoso comer carne al mismo tiempo que un producto lácteo o alimento que lo contenga.

     Los hoteles y restaurantes judíos de Jerusalén están sometidos a la creciente presión de los ultraortodoxos, esos sujetos de luengas barbas y sombreros y levitones negros que acabarán dominando la parte hebrea de la ciudad.  Los ultraortodoxos han hecho del Jerusalén judío una ciudad aburridísima por la noche y muerta desde la tarde del viernes a la del sábado. En sabbat no se puede fumar en público, ir al cine, viajar con la compañía aérea israelí El Al o pasar en coche por las zonas controladas por los piadosos entre los piadosos.

     Y luego está la obsesión por la seguridad. Los interrogatorios de los policías israelíes cuando entras o sales del país son de tercer grado, e incluyen preguntas personales como qué gente piensas visitar o has visitado; o surrealistas, como si vas a entrevistarte o te has entrevistado con árabes. ¿Cómo no hacerlo? ¡Hay dos millones de árabes en Israel y los territorios ocupados!

      Dejar por un minuto un bolso o paquete en el vestíbulo del hotel o no digamos ya en el aeropuerto de Ben Gurion supone recibir una bronca monumental por parte de la media docena de policías secretos que lo rodean cuando regresas. «¿Qué ha hecho? ¿No sabe que aquí un objeto abandonado es siempre una bomba en potencia?»

     Pero con todo y eso hay que ir a Jerusalén, en Navidad o cuando se pueda. Jerusalén, 4.000 años de antigüedad, es la ciudad más mágica del planeta Tierra, la capital del rey judío David, el escenario de la pasión de Jesucristo, el lugar desde donde el profeta Mahoma viajó al cielo a lomos de un caballo alado.

       Jerusalén es ciudad santa para las tres grandes religiones monoteístas del planeta, que desde hace centurias matan y mueren por ella, pero aunque se sea ateo furibundo es imposible sustraerse a su belleza y, salvo tener un corazón de piedra, a su insondable fascinación. Nadie que haya visitado Jerusalén podrá dejar de amarla hasta la tumba, de sentir la nostalgia de su ausencia.

      ¿Cuál es el secreto de Jerusalén? Su alcalde judío, Teddy Kollek, reconoce que no goza de grandes cualidades físicas: no la atraviesa ningún río importante, no tiene puerto de mar, no controla ninguna gran carretera, no abunda en agua, no posee riquezas minerales, está apartada de las principales rutas del comercio, no está bendecida, en suma, con dones que expliquen por qué no es tan sólo una pequeña aldea de montaña.

      Los montes de Judea, un aire fresco y limpio y una luz de insólita pureza dan a Jerusalén su belleza natural. La historia la ha dotado de otras. Su amurallada cuidad vieja, con las calles abovedadas y empedradas, sembradas de iglesias, sinagogas y mezquitas, recorridas por árabes sobre burritos, soldados israelíes, ultraortodoxos judíos y curas de todas las confesiones cristianas, permite un paseo en el que los ojos van de asombro en asombro. Allí están, ni más ni menos que el Santo Sepulcro, el muro de las Lamentaciones y las mezquitas de la Cúpula de la Roca y El Aqsa.

     El investigador israelí Meron Benvenisti atribuye el encanto de Jerusalén a cuatro violentas contradicciones: la aridez y la fertilidad; lo sagrado y lo profano; lo occidental y lo oriental; lo árabe y lo judío. Jerusalén en realidad es contradicción en estado puro: símbolo universal de paz, ha sido asediada 37 veces en su historia.

       Jerusalén puede ser visita mil veces sin llegar a aprender su misterio, hasta que un día termina aceptándose la explicación que dan algunos guías en la mezquita de la Cúpula de la Roca, donde creen los judíos que estuvo el templo de Salomón. Hay allí un gran peñasco que, afirman esos guías, constituye el centro magnético del universo. Yo los creo a pie juntillas y por eso invito a los que este año no estuvieron en la Ciudad Santa a hacer suya la consigna milenaria de los judíos durante su diáspora: «El año que viene, en Jerusalén».

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