Ir a la guerra
JAVIER VALENZUELA, EL PAÍS, BEIRUT, 15 julio de 1987
Una noche clara y fresca cenaba con Tomás Alcoverro en un restaurante de las montañas que rodean Beirut. Habíamos liquidado ya media botella de vino rosado libanés y desde la ventana veíamos abajo todo un espectáculo de mortíferos fuegos artificiales. Resplandores violetas y anaranjados estallaban encima de los oscurísimos campamentos palestinos de Chatila y Burj el Burajne.
Tomás Alcoverro podría ser hoy un abogado mercantil con despacho en Barcelona. Yo mismo, como tantos amigos de mi época universitaria, debería estar ahora calentando un sillón en la Administración socialista. Y, sin embargo, allí estábamos, cenando en un local beirutí, con un adelanto del Apocalipsis al alcance de nuestra vista, corresponsales de guerra de dos periódicos españoles. Era una de esas raras ocasiones en que nuestra conversación no se centraba en los imposibles modos de precaverse de los secuestros o el pillaje de pisos. Esa velada, con la ayuda del rosado Ksara y tal vez la satisfacción de haber enviado buenas historias, es decir, historias auténticas del infierno, Tomás y yo estábamos más bien eufóricos.
-Te das cuenta – decía mi colega -, aquí no tenemos policía, Seguridad Social, Telefónica, Banca, El Corte Inglés, jueces, bomberos, semáforos o cualquiera de esas cosas que dan la sensación de seguridad en España.
La música del local, alegres marchas árabes, sonaba tan fuerte que no podían escucharse los pepinazos que llovían sobre los campamentos. Tomás prosiguió su reflexión: «Al 99,9% de la gente con la que hablamos, los nombres y prestigios de nuestros diarios les dicen tan poco como los de An-Nahar a un mecánico de Valladolid. Aquí sólo somos sahafi (periodista), unos occidentales locos que se empeñan en mirar la cara de los cadáveres».
Los refugiados palestinos encajaban su habitual rancho de fuego, hierro y muerte, y allí estábamos dos periodistas confesándonos mutuamente lo embriagante que podía resultar descubrir nuestras capacidades para el chalaneo y la chapuza.
La ausencia de Estado en Líbano te obliga a apañártelas solo, o, bueno, con la ayuda de la amistad que hayas conquistado personalmente. Conseguir el permiso de residencia de la fantasmal Dirección General de Seguridad, un tipo que cambie los cristales destrozados en el tiroteo de ayer, el carné de prensa del movimiento chií Amal, un teléfono que funcione al menos el 10 % del tiempo, un taxi que te lleve a las montañas drusas, un billete para salir del país o cosas parecidas lleva horas, días y semanas de negociaciones, cafés al cardamomo, sonrisas, amenazas, sobornos y trucos múltiples. Cuando lo consigues, te invade un irresistible sentimiento de orgullo personal.
En ése y en otros sentidos, Juan Carlos Gumucio dijo un día que «Líbano es una droga: te mata y te ata». Juan Carlos es un latinoamericano que trabaja para la cadena de televisión CBS, uno de los mejores periodistas que he conocido en mi vida. La mañana que disparó esa sentencia habíamos subido al palacio de Muktara a entrevistar al líder druso Walid Jumblatt. Era al comienzo de esta primavera, llovía mucho y el coche que nos llevaba lucía en su acribillado parabrisas un cartel que decía en árabe, francés e inglés: «No disparen. Prensa».
A los occidentales nos han educado para que, a cambio de una retribución, otros resuelvan con diligencia la mayoría de nuestras necesidades. En Oriente Próximo, los periodistas hemos aprendido el verdadero sentido de la expresión buscarse la vida. Nuestros maestros han sido los libaneses, unas gentes que llevan 12 años de guerras y todos los días se levantan para reconstruir lo reventado por el último coche bomba o la enésima batalla entre milicianos.
Llevo 15 meses en Líbano y recuerdo el bloqueo atroz de los primeros días, aquellos en que literalmente se blanquearon mis sienes. No eran sólo los milicianos que jugaban con sus Kaláshnikov a la ruleta rusa delante de la misma sala de corresponsales extranjeros, ni la cantidad ingente de tipos que lucían pistolones en las caderas, ni los tiros y cañonazos que sonaban todo el tiempo. Era, sobre todo, el miedo al secuestro. El mismo día de mi primera llegada a Beirut, cuatro componentes de un equipo televisivo francés fueron atrapados en los suburbios donde reinan los partidarios del ayatolá iraní Jomeini. Ésa fue mi primera crónica libanesa.
«Danger from ‘a’ to ‘w'» se titulaba un estudio publicado a principios de este año por el diario norteamericano International Herald Tribune. Beirut tenía allí su lugar entre los males del siglo, junto al tabaco, el colesterol, las armas nucleares, las mordeduras de rata y otras calamidades. Beirut, escribía el articulista, es una ciudad de la que «hay que huir como de la peste».
El ser humano es verdaderamente un animal de costumbres y llega un momento en que tu mirada comienza a pasear indiferente por el paisaje libanés. Es una situación peligrosa para el cronista el que ya no te ericen la piel las barricadas de coches calcinados tras las que se parapetan muchachos con camisetas que dicen «Kill them all», los sacos de arena y barriles de petróleo repletos de piedras que protegen las entradas de casas y tiendas; los vehículos milicianos que se abren paso a tiros; el olor de los puestos de chaverma y falafel, los tullidos que piden limosna en la calle Hamra; las basuras que cubren las hermosas playas; las mujeres veladas de bocas como buzones rojos y frescos. Si esto sucede es que la droga de la que habla Juan Carlos Gumucio ha podido contigo.
Pero el verdadero riesgo personal es que a alguien se le meta en la cabeza que eres un espía. Lamentablemente, los servicios secretos usan con mucha frecuencia el disfraz de periodista para camuflar a sus agentes, y no pocos milicianos libaneses encuentran sospechosísima la palabra sahafi. De modo que, para empezar, en este país donde las armas se venden en los puestos de tabaco, el periodista es el único que debe evitar llevarlas encima. He empuñado y disparado algunas pistolas y metralletas, en particular el Kaláshnikov, cuyo cargador en forma de media luna encuentro muy erótico. Pero siempre me he negado a poseer una. Si alguien te sorprende con un arma, toda tu historia de bienintencionado periodista que quiere contar al mundo los horrores de la guerra se derrumba. La misma proscripción pesa sobre las prendas paramilitares.
Tu equipaje, pues, debe ser ligero: unas mudas de ropa no demasiado llamativa, un montón de carnés de prensa de todos y cada uno de los grupos armados, cantidad de fotos personales para improvisar un salvoconducto en cualquier momento, la radio Sony de nueve bandas y muchos billetes de 10 o 20 dólares. Una vez, Richard Beston, un británico que trabaja para Newsweek se compró un chaleco antibalas. Era una pieza de los marines norteamericanos, y todos nos preguntamos de dónde la habían sacado los vendedores libaneses. Richard nunca se puso el chaleco. Era muy pesado.
La ocasión en que recuerdo haber asumido conscientemente el mayor peligro de muerte fue una jornada del otoño pasado en que viajé a bordo de una tanqueta M 113 desde el campamento palestino de Ain el Helue, en Sidón, a la estratégica localidad de Magduche, que los fedayin acababan de conquistar. Aquel vehículo era un verdadero sarcófago. Dentro había 12 combatientes con sus armas y municiones, varias latas de gasolina, cartones de cigarrillos para los que combatían en las trincheras y dos periodistas, Tomás Alcoverro y yo. Desde el exterior, los milicianos de Amal tiroteaban el cacharro a placer.
Cada dos por tres se escuchaba en el claustrofóbico interior el impacto de los proyectiles sobre el blindaje. Los fedayin reían, coqueteaban con sus kefiehs y fumaban sobre la pólvora y el combustible. Lo peor fue el viaje de regreso, cuando ya teníamos el reportaje. Pero llegamos enteros a Ain el Helue y de ahí a Sidón y a Beirut. Verdaderamente, Dios es grande.
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