Los guerreros victoriosos de Magduche
La resistencia palestina ha recuperado en las trincheras la excitación de los viejos tiempos
Camiones de la Cruz Roja han comenzado a introducir alimentos y medicinas en el campamento palestino de Rachidíe, hasta el sábado bloqueado por los milicianos shiíes de Amal. A cambio de esta concesión, los palestinos iniciaron ayer su retirada de Magduche, conquistada hace dos semanas gracias a la unión de todas las facciones palestinas. Pero hasta entonces los fedayin permanecían firmes en sus nuevas posiciones. Un enviado especial de EL PAÍS fue testigo de excepción del clima que se vivía en esa localidad surlibanesa tras la victoria.
JAVIER VALENZUELA, Magduche 15/12/1986
En la trinchera no había un gorro igual a otro. Uno llevaba un sombrero tejano; el de al lado, un pasamontañas; otro, un casco de aire soviético; algunos se cubrían con boinas de distintos modelos; bastantes usaban kefíes de diseños y colores múltiples. En fin, las cabezas que asomaban por encima de los sacos terreros y tiroteaban a los de enfrente eran un auténtico bazar. El único signo exterior que unificaba a aquel puñado de hombres y chavales palestinos eran unas ojeras hasta los pies. Y también la sonrisa que la mayoría ofrecía al periodista. Se les veía orgullosos e incluso felices. Como decía uno que había estudiado en Francia, «les hemos demostrado que no somos ratas que se pueden matar impunemente en sus campamentos».
Había un muchacho particularmente hermoso. Era alto y fino como los gitanos de García Lorca y disparaba el kalashnikov como si tocara el piano. Tendría unos 16 años y había nacido en uno de los campamentos palestinos de Líbano. Pero la altivez y delicadeza de su figura hacían pensar en el guerrero árabe criado en el desierto. El muchacho tenía rostro delgado, ojos anchos y brillantes, nariz aguileña, cuatro pelos en la barba y labios carnosos. Era el que menos sonreía, pero el más coqueto. Enrollaba su cabeza con un kefíe blanco y rojo, y usaba otro blanco y negro para envolver el cuello. En el hombro izquierdo tenía trenzadas unas cintas con los colores rojo, verde y negro de la revolución palestina.
Llegaron dos fedayin cargados de bolsas de plástico. Hubo un intercambio de saludos –«salam aleikum-, y aparecieron manzanas y botellas de leche agria. Un veterano con gorro cosaco ofreció una al periodista. «Whisky de Al Fatah», bromeó.
Cuando los abastecedores abandonaron la posición, los milicianos shiíes de Amal (Esperanza) que estaban al otro lado arreciaron el fuego. Se les vio cruzar un descampado a la carrerilla, con esa posición encorvada que hay que adoptar para sortear los espacios abiertos en las guerras. Llovía mansamente, y en el barro, los charcos y los escombros, los abastecedores parecían participar en una absurda carrera de obstáculos. Los shiíes no les alcanzaron y desaparecieron tras un muro acribillado.
La posición estaba cerca de lo que había sido base de Ama] en Magduche. La formaban sacos, escombros y restos de lo que habían sido muros de una casa campesina. Los de Amal estaban a unos 100 metros en línea recta, parapetados tras ruinas similares. Unos y otros intercambiaban sin tregua ráfagas de metralleta. Los palestinos disparaban de tanto en tanto con una especie de lanzagranadas soviético llamado B-7. Los shiíes debían usar algo parecido, porque cada poco llegaban pepinazos que hacían saltar esquirlas por todas partes. El periodista no comprendía cómo, con aquel intercambio de disparos, no caía herida o muerta una persona por minuto.
Para llegar a la trinchera de primera línea había que atravesar una especie de túnel infernal. Formado por calles, pasillos, habitaciones, corrales y sótanos. Las detonaciones sonaban tan cerca que parecía que las provocaba uno mismo, y la premura era muy recomendable. De modo que no había tiempo para detenerse a contemplar el paisaje: restos de comidas, animales domésticos sin dueño, muebles reventados, suelos alfombrados por cristales rotos y casquillos de todo tipo de proyectiles, grupos armados que se calentaban en torno a braseros.
Los fedayin que guiaban al periodista hicieron, sin embargo, un alto en la antigua oficina del movimiento shií. Era un símbolo de su victoria en Magduche. Allí apuntaron con los kalashnikov a un retrato del ayatola Jomeini, pero no llegaron a dispararle.
Magduche era el pasado martes un derribo empapado. Vacía ya de sus habitantes, unos 3.000 cristianos que no tenían arte ni parte en esta guerra, las calles del pueblo eran un decorado fantasmal por el que se movían guerrilleros palestinos pegados a las paredes. Todos llevaban uniformes verde o de camuflaje, y muchos eran menores de 18 años. Los únicos vehículos que circulaban eran una ambulancia de la Cruz Roja, que evacuaba las bajas, y la tanqueta que iba y venía con refuerzos.
Hasta allí no habían llegado aún los alto el fuego repetidamente proclamados en Damasco por sirios, libios e iraníes. Allí se seguía disparando sin pausa. Las armas pesadas habían callado, pero las ligeras seguían derramando sangre. Magduche era hasta hace menos de tres semanas una de las pocas localidades libanesas que no habían sido afectadas por 12 años de guerra Ahora es un nuevo frente.
«Ayer vino aquí la familia que vivía en esta casa. Venían a recoger cuatro cosas. No fui capaz de mirarles a la cara. Los palestinos podemos entender perfectamente cómo se sienten los habitantes de este pueblo», manifestó Maher Handi, uno de los comandantes palestinos en la batalla de Magduche.
«Líbano», explicó Maher Handi, «es un país sin Estado Nadie garantiza la seguridad de nuestros refugiados. Aquí hemos sido masacrados por cristianos, israelíes, sirios y ahora shiíes de Amal. Por eso tenemos derecho a autodefendernos. No es que queramos vivir toda nuestra vida en Líbano. Tenemos una patria y luchamos por volver a ella».
«En esto», prosiguió el comandante, «estamos de acuerdo todas las corrientes. Aquí luchan partidarios de Yasir Arafat, George Habache, Nayef Hauatmé y otros dirigentes. En Magduche estamos viendo que nuestra unidad puede solucionar todos los problemas».
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