Enrique Tierno veranea en el café Comercial
El alcalde de Madrid asegura que no se quita el chaleco ni en la playa
Está Enrique Tierno en su despacho de la Casa de la Villa, todo trajeado de gris, chaleco incluido. Sobre su mesa de alcalde de Madrid no hay más que documentos oficiales, pero en la de al lado, la auxiliar, decenas de libros y revistas amenazan con desbordar los límites de¡ tablero de madera. Un pequeño muñeco de goma de E. T., el personaje de Steven Spielberg cuyas iniciales coinciden con las del alcalde, preside ese caos bibliográfico. Tierno es el único de los ediles madrileños que este año ha renunciado a sus días de vacaciones. En realidad, debe ser uno de los pocos políticos españoles que lo ha hecho. «En agosto», asegura, «Madrid sigue funcionando, quedan muchos vecinos y no pocos problemas atosigantes. Por ejemplo, la última e impredecible tromba de agua ha creado algunas situaciones graves, ante las que hemos tenido que reaccionar con rapidez. Por otra parte, está el gran problema de los robos de bolsos a ancianas, que me preocupan mucho y me obligan a insistir con el gobernador».
Pero Tierno, como admite luego, no se ha quedado en la ciudad tan sólo por un sentido de responsabilidad. «Madrid, durante las fiestas de agosto, está en uno de sus momentos más gratos, más simpáticos», dice. Al profesor se le puede ver, pues, en casi todos los estrenos teatrales, e incluso en algunas fiestas populares. A la verbena de la Paloma, informa, no faltará, «para convivir en un ambiente relajado y de cordialidad con los vecinos, para que vean que su alcalde está tranquilo y no se deja embargar por el pesimismo». Enrique Tierno sentencia entonces: «Si elimináramos nuestra capacidad de dramatizar la vida, ésta sería menos ingrata de lo que es».
Las últimas, vacaciones de las que Tierno guarda recuerdo fueron los ocho días que, en agosto de 1980, pasó en un hotel de Aguamarca, en la provincia de Almería, para curarse de un derrame de sangre por
Si las playas no le entusiasman, mucho menos los ritos que allí se practican. Al profesor no se le vio nunca en bañador y con una bebida bien fría entre las manos. «Ni siquiera en las playas me quitaba el chaleco», recuerdo. Y es que, en materia de lucha contra el calor, Tierno adopta métodos casi beduinos: en verano sigue vistiendo trajes oscuros, aunque de tejidos ligeros, y bebe mucho té caliente. El profesor añade ahora que no sufre demasiado el calor, que suda con dificultad, pero que tampoco padece con mucha violencia el frío. «Mis amigos hablan en broma de que yo soy atérmico», suelta con no oculta diversión.
La literatura negra está siendo en este verano de 1983 el género escogido por el profesor Tierno para sus ratos de ocio. En los últimos días ha releído a Patricia Higsmith y ha estudiado con detenimiento el número extraordinario de Cuadernos del Norte dedicado a la narrativa criminal. «No participo del exceso de pedantería que considera estas novelas como obras menores; -yo las veo, más bien, como luces rojas que nos avisan del profundo cambio social que estamos viviendo», dice.
De las inquietudes que le provoca la literatura policial, el alcalde se cura cuando, entre las 9 y las 10 de casi todas las mañanas de agosto, desayuna en el café Comercial, en la glorieta de Bilbao. Allí el profesor lee el periódico y charla con los camareros acerca de los avatares del mundo. En torno a ese tradicional café madrileño, Tierno tiene organizado su «núcleo de solidaridad y simpatía»: su banco, sus librerías y también «el lugar donde me hacen las gafas, si se me rompen».
Cuando, en estas jornadas veraniegas, Tierno desayuna en el Comercial, no puede sustraerse al acoso de los muchos vecinos que le testimonian sus problemas. Tales interrupciones no molestan al alcalde, sino todo lo contrario: «La queja forma parte de la solidaridad, ya que quien no se queja porque piensa que no le van a atender es que está absolutamente desengañado».
En definitiva, durante agosto, Madrid le permite a Enrique Tierno sentirse como el alcalde de un pueblo y poder practicar ese su viejo principio de que «esta gran ciudad debe ser regida como si tuviera 700 habitantes: con paciencia, delicadeza, tino y, sobre todo, mucha indulgencia». El sosiego agosteño hasta le permite detenerse en plena calle, corregir a unos vecinos que arrojan al suelo la propaganda que reparte un muchacho y recordarle a éste que está prohibido repartir esas octavillas publicitarias. Aunque no impida al chico que prosiga, «para que no deje de ganar sus 500 pesetas del día».
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